Varias veces leí a Arturo Pérez-Reverte en sus artículos semanales azuzar acremente a las personas que se sientan a tu lado, o tú al de ellos, en un avión o en tren, y se convierten en pesadillas durante el trayecto, por sus hábitos y tus manías, que juntas exacerban imperfecciones. Sin embargo, pensaba que, además de divertidos, esos capítulos eran un poquito exagerados. Como para cumplir el compromiso de entregar una colaboración semanal. Ayer tuve que recular el juicio. Me tocó sufrir algo semejante a lo que escribe el creador del Capitán Alatriste: es verdad pura y dura. Sucede.
En el viaje de Buenos Aires a Santa Fe, unas seis horas por carretera, en un día con pronóstico de lluvia en estas partes de la república (lo que podría alargar el tiempo), preparé dos libros para hacer menos tedioso un viaje plano y sin alteraciones en el paisaje desde el segundo piso (y desde el primero) del coche (como llaman a nuestros autobuses). Dos horas para cada libro, dije, y el resto se irá entre el almuerzo que sirven y una siesta a media tarde. Todavía no salíamos de Buenos Aires cuando mis cálculos se estrellaron contra los timbrazos telefónicos y gritos de la señora que viajaba en la última fila, dos atrás de nosotros.
Reloj en mano calculé cuatro horas 18 minutos entre conversaciones con su compungido (supongo) compañero de viaje y sus no sé cuántas llamadas a los amigos, primos y conocidos para informarles a dónde va, en qué parte de la carretera, quién salió del hospital, qué dijo el médico, no así no, a dónde la recogerán, y una larga lista de temas que aunque no quisiera, ni me importara, tuve que escuchar como tormento chino, mientras la señorita azafata del “Flecha bus” no se compadeció de nosotros con una película sino hasta la mitad del viaje, cuando ella había acabado con su tiempo aire o con la paciencia de su compañero de asiento. O con todo a la vez, entre ellas, mi paciencia y buenas intenciones de leer las “Enseñanzas implícitas”, del venerable Philip W. Jackson.
Mis cuatros horas de lectura y plácido tránsito se achicaron. Apenas avancé unas treinta páginas. Y para sacarme el amargo sabor del viaje, solo acerté a escribir estas palabras que no tienen dedicatoria, porque me contuve al final de preguntarle su nombre a la autora del desgraciado día y no dejarlo todo en un irrespetuoso e inmerecido “señora de pelos pintados que viajó a Santa Fe”.
Entre Buenos Aires y Santa Fe