En mis años (más) mozos durante un tiempo busqué, inútilmente, una novia que imaginaba perfecta, y perfectamente la tenía dibujada en la cabeza y el cuerpo. Era linda de rostro, tierna, cariñosa, piel morena, pelo largo y azabache, suelto siempre; ojos de miel. Sonrisa como el mar, o el sol, o el amanecer. Labios apenas pintados, como la cara. Manos pequeñitas, dedos largos y finos, suaves, que cuando trazaran figuras en mi espalda podrían hacerme desfallecer, de la emoción o del sueño placentero.
Basten esos rasgos para confesar que todo ese lapso fue la mujer de mis sueños. ¡Y qué soñaba! Créanme, despierto y dormido.
La chica de ese sueño repetido cada día tenía nombre. Corto, sonoro: Sandra. El nombre no lo escogí yo. Sí, no fui original, también lo confieso. Era el nombre de una canción que había escrito Pablo Milanés y del cual me enamoré. Del nombre, no de Pablo, por supuesto.
Busqué a Sandra varios meses, tal vez tres años. Cada vez que conocía una chica así, o algo parecida, que me llevara a asomar al pozo de la eternidad, lo primero que interrogaba era su nombre. Alguna vez la jovencita, un poco turbada por mi excitación, antes que responderme advirtió que tenía novio, era celoso y estaba cerca. Eso no me decepcionó tanto como saber que su acta de nacimiento consignaba otro nombre. Pero no, no era la Sandra de mis amores oníricos. No apareció jamás. ¡Maldita sea!