Viernes por la tarde. Cierre de semana laboral intensa y productiva. Salgo satisfecho. Siempre quedan tareas, un informe para el lunes, lecturas rezagadas, una reunión inconclusa, la respuesta que no llega. Pero lo esencial está hecho y merece la pena olvidarse de todo ello para dedicarse a otras tareas. Cerca de casa, con un poco de hambre, me detengo en el kiosko. Una cerveza me cruza la cabeza, una en especial. Hace tiempo que no la tomo, y aunque mi garganta lastimada no lo recomienda, la tentación vence.
Elijo un par de botellas verdes, una bolsa de cacahuates y enfilo a la caja. Solitaria me recibe una de las habituales en el negocio:
-¡Buenas tardes, joven! ¿Es todo?
-Sí, es todo. Gracias.
-Son 63 pesos.
Pago con un billete y espero cambio. La observo mientras hurga entre las monedas, el gesto apacible y sonrisa esbozada, sus canas entrelazadas en el pelo recogido.
-¿Cómo hace para estar siempre contenta?
Le pregunto y su cara sorprendida se pone rojiza; sus ojos brillan y sonríe tímida. Calla porque no sabe qué decir; creo.
Le insisto:
-Sí. Es que siempre está contenta, la veo sonriente, a pesar de estar horas en pie, sin descanso. No es fácil encontrar gente como usted. Eso lo pone a uno de buen ánimo.
-¡Ay, joven, gracias!
Cara cohibida y algunas palabras salen apenas de sus labios. No son audibles.
El no tan joven recuenta mentalmente mientras recibe el cambio: ¿cuánta gente conozco y con cuánta gente convivo con esta actitud siempre positiva? Son varios, sí, tengo varios amigos. No son montones, pero tenerlos es una fortuna, y entre más cerca mejor. Pienso un rostro en especial y sonrío nostálgico.
La sonrisa es señal de inteligencia y buen corazón. Bueno, casi siempre; hay unos que tienen la sonrisa tatuada y, como la hiena, acechan el momento de atacar. ¡Hagámoslos a un lado!
Quien sonríe o tiene la capacidad de provocarnos la risa no tiene precio. Dicho en otro plano: ya ganó el cielo.