Una página triste

Parece que la maldad no tiene límites, que la desmesura en los actos humanos siempre puede inventar un grado supremo de perversidad. Y la mezcla de maldad con ignorancia o fanatismo produce resultados más atroces. Esta mañana escuché con horror (en cualquier palabra cabe apenas una pequeña porción del indescriptible sentimiento experimentado) la noticia en televisión: una familia, si tal calificativo es permitido, en acto inenarrable le sacó los ojos a su pequeño hijo de seis años para conjurar la amenaza de destrucción de la humanidad. Una estúpida amenaza que, como puede imaginarse el lector, solo existía en las mentes alucinadas de una parvada de drogadictos que en el rito macabro usaron una cuchara para cumplir su feroz encomienda. Cruel paradoja: ¡la barbarie en defensa de la humanidad! Escuché la nota hace doce horas ya, pero la sensación me persigue incesante. Seis años tiene el menor, dije, como los que cuenta mi hija, en aquella hora ya en la escuela, no sé si feliz, pero viva y plena. La sensación me estrujó, como ahora. Mientras la conductora del programa de noticias lo anunciaba, las imágenes de los criminales, jóvenes aún, taladraban desde la piel hasta la indignación. El pronóstico del médico era poco alentador: la pérdida de los ojos, por supuesto, infecciones graves y lesiones neuronales. Olvidó el que quizá sea el peor de todos los daños: el provocado en su tierno corazón y que, tal vez, no pueda repararse en ninguna circunstancia, porque no habrá prótesis para curar una desgracia así.

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