En una excepcional conferencia ante profesoras y profesores españoles, Francesco Tonucci, genial pedagogo y caricaturista italiano, contó la siguiente anécdota: al final de la Segunda Guerra Mundial, en una región italiana los partisanos luchaban contra los nazis mientras esperaban la llegada de los Aliados. Allí, los nazis estaban apostados en una escuela, sitio estratégico para la defensa del valle. Los Aliados entregaron a los partisanos un cargamento de explosivos y la orden de acabar con esa posición de los alemanes para allanarles el paso. Los partisanos obedecieron la orden pero lucharon solo con armas ligeras. No estaban dispuestos a derrumbar la escuela. La razón era simple, bellamente simple: ¡mañana vamos a necesitar la escuela!, dijeron.
Esos partisanos dieron un ejemplo memorable de que la escuela, la buena escuela debe ser defendida a toda costa porque su existencia y estado de salud es indispensable para construir el presente y el futuro, para dignificar el pasado. ¿Cuántos de nosotros que trabajamos en la enseñanza estamos dispuestos a dar una batalla por la escuela; una batalla que trascienda nuestros más estrictos (y respetabilísimos) intereses personales? Muchos, sin duda, pero también muchos no lo están, o diciendo una cosa actúan en otro sentido.
De esa escuela, de la escuela que queremos y defendemos, o debemos defender me propuse hablar en el libro Las escuelas: desolación y encanto (Colima, Puertabierta Editores, 2014), penetrando en sus entrañas y mostrando algunas radiografías de su podredumbre, pero también de la urgencia de transformarla y reconstruirla desde los cimientos. De su dignidad y de su condición indignante.