La lectura no es un placer. Mi afirmación es políticamente incorrecta, pero de lo dicho estoy cierto y creo tener argumentos suficientes. También creo que es de dudosa eficacia pedagógica ese eslogan facilón de que la lectura es un placer. O por lo menos, del placer como preferirían experimentarlo todos aquellos que no suelen ser lectores habituales.
Lo diré desde el plano de la escuela: la lectura como placer es una experiencia infrecuente, cuando no, inexistente, ajena o desconocida para la gran mayoría de los estudiantes en las escuelas. Allí, por muchas razones, la lectura está preponderantemente asociada al estudio, al trabajo, al esfuerzo, al aburrimiento, al tiempo perdido, a la inutilidad, al para qué sin respuestas convincentes del enseñante.
Si la lectura fuera un deleite, y los mexicanos leyeran tan poquito como dicen las estadísticas y lo constatan las experiencias de los profesores, tendríamos razones para sustentar algunas hipótesis sobre la tontería o la flojera de los habitantes de este país, que no aprovechan la experiencia gratuita de montarse (metafóricamente) en un libro y disfrutar tanto o más que frente a un partido de fútbol, una telenovela, un programa de chismes o una cabalgata.