El jueves anterior participé en una sesión entrañable. Soy afortunado. Asistí al Instituto Superior de Educación Normal de Colima para conversar con un grupo de estudiantes de maestría, a propósito del libro El náufrago universitario. En el espacio destinado para la ocasión, estuvieron alumnos de las licenciaturas en Educación Primaria y Preescolar, el profesorado de la maestría, los cuatro estudiantes de la misma, que fueron los organizadores y animaron el encuentro, así como autoridades del plantel y el director de Educación Media Superior y Superior de la Secretaría de Educación del Estado de Colima.
Llegué al Instituto sin conocimiento del programa o la dinámica, ni los perfiles del auditorio, situación que me produjo un poco de ansiedad y acentuó el nerviosismo. Después de las presentaciones protocolarias y los mensajes de la subdirectora académica y del funcionario de la Secretaría, me cedieron el turno para comenzar. Un sudor caliente me recorrió la espalda. En este tipo de actos, el autor del libro suele ser el último en hablar. Ahora cambiaron y no había opción. Me pareció bien. A la educación le faltan ingredientes sorpresivos, aunque esta vez el sorprendido fuera yo. Me levanté del cómodo asiento, bebí agua y traté de hilar algunas ideas que había emborronado en el cuaderno rojo.
Volver fue motivo de alegría, después de una larga pausa en la que no había tenido oportunidad. Después de mi intervención vinieron las preguntas y comentarios de los estudiantes de la maestría. Lo disfruté. Y es que fue una ocasión especial. Habitualmente llegas a la presentación de un libro cuando solo el autor y los comentaristas lo conocen, pero esa tarde fue distinto. Los profesores de la maestría y los estudiantes ya lo conocían, habían tenido tiempo de leerlo y analizarlo. Poco más de una hora conversamos, sin rigideces y en libertad absoluta. Me estimulaba cada vez más la cara interesada de los estudiantes de licenciatura, mujeres en su gran mayoría.
La sesión me dejó un gratísimo saldo en el haber emocional. La hospitalidad de los asistentes, la franqueza y claridad de sus intervenciones y la participación de la madre de uno de los estudiantes fueron memorables. Y si faltaba algo, los libros que se pusieron a la venta fueron adquiridos por estudiantes de licenciatura, que al finalizar se acercaron, nos tomamos fotos y me pidieron la firma del ejemplar, lo que hice con la alegría de que habíamos logrado el cometido de pasar una tarde agradable, de aprendizajes, disfrutando el intercambio de palabras, sobre todo con los estudiantes que estarán los próximos 30 años en aulas de educación básica.
La obra no es por quien la escribe, sino por quienes la leen y encuentran algo valioso en sus páginas. De lo segundo no doy fe, pero sí de las emociones que experimentamos muchos de los asistentes y del privilegio de la conversación.