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¿Universidad Netflix? El remake más inesperado

Posted by Juan Carlos Yáñez Velazco

En una escena que parece salida de un guion alternativo de Black Mirror, el subsecretario de Educación Superior, Ricardo Villanueva Lomelí, pronunció una frase controvertida: “La universidad debe volverse más flexible, más lúdica, más a la Netflix.” Así lo reporta el periódico “El Comentario” el 16 de noviembre, en una entrevista durante la Conferencia Internacional 2025 de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior, realizada en Manzanillo, Colima.

Si se trata del eslogan para una nueva estrategia educativa tiene más gancho que muchos programas sexenales, pero también abre un festín de interrogantes: ¿dónde queda el rigor académico? ¿Se convierte la universidad en una plataforma de comida rápida? ¿Estamos ante una evolución necesaria?

Replanteamiento epistemológico… o maratón de cursos
Según Villanueva Lomelí, los jóvenes nacidos después de 1995 son impacientes. No esperan comerciales, no aguantan ciclos largos; son “la generación Netflix”, quieren “educación a la carta”, de entrega inmediata con rutas diseñadas por inteligencia artificial (IA). No es sólo una analogía pegajosa, sino una propuesta: usar SaberesMX, “una nueva plataforma educativa diseñada para responder a las necesidades actuales de las y los jóvenes mexicanos y el papel que tienen las universidades en la construcción del futuro”, con motor de IA, para sugerir rutas personalizadas, cursos, microcredenciales y, eventualmente, las universidades validarían esos créditos.

En teoría es aplaudible: una universidad adaptada al ritmo vertiginoso del siglo XXI, que reconoce la obsolescencia de las habilidades en pocos años. Villanueva precisa: a los cinco años caducan muchas competencias específicas, a los diez las generales. Aunque, debe saberlo, los fundamentos de la ciencia no cambian con esa velocidad.

La declaración imanta ironías: si diseñamos universidades como Netflix, ¿no corremos el riesgo de convertir el aprendizaje en un binge watching académico? En lugar de seminarios profundos, debates intensos y trabajo crítico, podríamos estar promoviendo una cultura del curso corto, del microaprendizaje, del “elige tu propia aventura”: sí, genial para enganchar, pero ¿y la reflexión pausada, esa que florece con tiempo, a veces en la dificultad o el estancamiento?

Más lúdicas, sí… pero ¿más ligeras?

Villanueva propone cursos “más cortos, más lúdicos, más interactivos y estimulantes”. Es difícil no entusiasmar a la fanaticada juvenil con esa visión: educación moderna, divertida, casi gamificada. ¿Neoliberalismo educativo 4.0? Pero también cabe preguntarse si lo lúdico se convierte en sinónimo de superficial: ¿qué pasa con las asignaturas densas, con la formación del pensamiento crítico, con la filosofía, con las humanidades? ¿Qué sucede con la lectura?

En la universidad hay asignaturas que no son “populares”. Si sólo apostamos por lo estimulante, corremos el riesgo de empobrecer a la universidad, de vaciarla de su potencial transformador, de convertirla en algo parecido a una plataforma de entretenimiento educativo. No porque el entretenimiento sea nocivo o adictivo; al contrario, puede ser una puerta atractiva. Pero si esa puerta es la única, empieza a parecerse más a una tienda de comestibles que a una catedral del saber.

El subsecretario es autocrítico: reconoce que las universidades “somos burocráticas, lentas” y que a veces diseñar un nuevo plan de estudios lleva décadas. Su diagnóstico es certero, lo sabe, fue rector de una de las universidades más grandes: muchas casas de estudio están ancladas en estructuras que resisten el cambio, mientras que plataformas como Coursera suben y bajan cursos en semanas, ejemplifica. Pero la Universidad, con mayúscula, no es Coursera, una empresa de origen estadounidense, proveedora de cursos en línea, masivos, abiertos y globales, que colabora con universidades para certificaciones en materias específicas.

El llamado del subsecretario es urgente y necesario: si queremos que la universidad siga siendo relevante, no puede ignorarse la realidad digital. Pero también hay un riesgo: acelerar demasiado puede debilitar la calidad. Cambiar planes de estudio difiere de actualizar temas o materias; implica repensar el qué, el cómo, el para qué y el con quiénes de la educación superior y de cada carrera. Hacerlo “a la Netflix” puede sonar muy propio del branding 4T, pero el fondo del problema es que muchas universidades necesitan más que velocidad: requieren visión estratégica, recursos, capacitación docente, y sí, voluntad institucional que sobreviva a las modas tecnológicas.

Educación para toda la vida… ¿o suscripción de por vida?
Uno de los puntos más provocadores de Villanueva es su afirmación de que la universidad debe estar “abierta toda la vida”. Lo que antes era visto como un lujo elitista —la educación continua— se convierte ahora en una obligación universal, porque “el conocimiento cambia rápido”. Este es un giro relevante: no se trata sólo de formar profesionales jóvenes, sino de acompañar a personas durante toda su vida laboral. Es ambicioso y esperanzador; también, caro.

Reconocer que se requiere voluntad antes que presupuesto, como dice el subsecretario, es una postura valiente, pero poco realista sin un compromiso institucional y gubernamental serios. ¿Las universidades mexicanas (y latinoamericanas, en general) tienen la infraestructura, el modelo financiero, el cuerpo docente y la flexibilidad administrativa para asumir esa visión de educación permanente?

Y ahí viene el chiste irónico: quizá terminen pareciéndose más a jugueterías educativas, con actualizaciones constantes, microcursos, “nuevos lanzamientos” cada semestre, suscripciones para seguir aprendiendo. ¿Es eso una universidad o un club VIP donde pagas por estar al día? Quizá no todo sea tan mágico.

Voluntad más que presupuesto… ¿una receta de receta?
Villanueva afirma que el reto no es tanto financiero sino de voluntad política. La frase suena moderna, muy inspiradora para un discurso público ante partidarios de la misma religión: “no es cuestión de dinero, sino de querer cambiar”. También es imprudente —sobre todo voluntarista— asumir que sin dinero basta con quererlo. La historia de la educación superior está plagada de las mejores intenciones huérfanas de recursos. Guy Neave advirtió que ya está repleto el panteón de las reformas educativas estériles.

Es insuficiente convocar a rectoras y rectores a participar: se necesitan políticas estructurales, inversiones sostenidas, alianzas estratégicas con la industria y la sociedad. Falta pedagogía, sobra demagogia. Los compromisos en la Constitución de la República no admiten medianías.

Hay otra contradicción: si la universidad debe volverse lúdica, digital y flexible, eso implica inversión tecnológica, capacitación para el profesorado, sistemas robustos de evaluación, infraestructura digital. Esa “voluntad política” debe traducirse en algo más que discursos: debe fluir en presupuestos, en reformas estatutarias, en cambios culturales institucionales. No es suficiente decir “se puede”: hay que demostrar cómo se puede y quién lo paga.

¿Compromiso con los jóvenes… o sólo con los jóvenes conectados a Netflix?
Villanueva Lomelí dice que están compitiendo con “los empleos del aguacate, con los empleos del crimen organizado”: para ganarse a los jóvenes, las universidades deben ofrecer algo más atractivo que un título. Esa metáfora es potente, y sí, un poco alarmista: sugiere que, si la universidad no se adapta, los jóvenes preferirán otros caminos, incluso riesgosos.

Hay verdad en ese diagnóstico: la educación ya no es garantía de empleo ni de estabilidad social y para muchos jóvenes el costo de oportunidad de estar en la universidad es alto. Convertir a la universidad en un “Netflix educativo” como estrategia de captación corre el peligro de mercantilizar el conocimiento: no sólo como valor educativo, sino como entretenimiento y producto de consumo. Eso puede debilitar el papel de la universidad como institución pública transformadora.

Conclusión: entre la utopía y el remake distópico
La declaración de Ricardo Villanueva Lomelí es provocadora y, en muchos sentidos, visionaria en México: invita a pensar que las universidades pueden reinventarse para una era digital, que la educación superior no es patrimonio de jóvenes de 18 a 23 años, que las microcredenciales y rutas personalizadas pueden cambiar el juego. Pero esa misma visión despierta fantasmas legítimos: ¿y si perdemos la profundidad intelectual? ¿Y si la universidad se convierte en un platillo rápido, entretenido, pero sin la sustancia mínima? Antes, desde las izquierdas latinoamericanas, se cuestionó la “macdonaldización” de la educación, ¿ahora tendremos la “netflixización” educativa?

Desde una perspectiva académica seria, no basta con replicar la lógica de Netflix: las universidades deben equilibrar innovación con rigor, flexibilidad con profundidad, tecnología con humanismo. Necesitan, más que una transformación pirotécnica, una reinvención ética, pedagógica y social de su misión.

La universidad no es lugar para aprender modas: es un espacio para imaginar lo que podría no existir aún, para provocar preguntas profundas, para formar seres humanos capaces de enfrentar problemas más allá del algoritmo. José Saramago lo declaró en la Universidad Complutense de Madrid: la universidad no es una isla donde desembarcan los jóvenes para salir con un título cuatro años después; es un espacio de encuentros múltiples, con otras personas, con otras culturas, con otros lenguajes, con distintas expresiones en todos los ámbitos.

Si el plan de educación superior en México (y en otras latitudes) es realmente convertir las universidades en “Netflix del conocimiento”, este debe ser un remake de época, no una serie de temporada que se olvida al mes siguiente. Y si no lo hacemos bien, podríamos terminar con una “universidad streaming”: muy entretenida, pero tan efímera como el hit viral de una noche.

*Publicado el 3 de diciembre en el blog “Distancia por tiempos” de la revista Nexos.

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