Muchos de los aprendizajes más valiosos no forman parte del currículum de la escuela; no hay maestros adultos o jóvenes para enseñarlos, tampoco existen exámenes o calificaciones que determinen quién aprueba y quién suspende. No hay libros de texto, materiales o dinámicas grupales para promoverlos. Y como resultan endiabladamente inasibles, tampoco se han inventado maestrías, doctorados, diplomados o universidades, creo.
La gran mayoría de esos aprendizajes forman parte de la vida cotidiana más tierna, ocurren en espacios grandes o pequeños, abiertos de preferencia, sin reloj en la mano ni dictaduras de la obligación; idealmente en grupo, aunque la soledad incita imaginación.
Me refiero a los aprendizajes que nos enseñan los hijos en sus primeros años:
la capacidad de sonreír, que en ellos alcanza un promedio per cápita imposible para la mayoría de los adultos;
la pasión por divertirse y jugar todo el tiempo sin parar por cansancio o hambre;
la curiosidad para probar lo que parece un misterio, en una tienda, en la casa, en aquello que entra bajo el ángulo de su mirada, o para reinventar lo que ya conocen y les aburrió;
la valentía y sencillez para perdonar agravios, pleitos y regaños, a sus padres y amigos;
la versatilidad para crearse mundos y personajes con una caja de cartón, un rincón oscuro, un palo o un puñado de juguetes;
la alegría de saltar cada vez que tienen un metro por delante, un pedazo de tierra, un poco de jardín.
Esos y muchos otros aprendizajes son los que mis hijos me prodigan casi a diario, aunque me temo que no aprobaría un improbable examen: ellos enseñan, no sé si aprendo.
Esos son los aprendizajes que hoy celebro en el cumpleaños 9 de mi maestro, Juan Carlitos, personificación de una perpetua y cotidiana invitación a vivir la vida a plenitud, así nomás.
Yolanda Barreto
Son aprendizajes que nunca se olvidan y que al pasar de los años, son añorados por quienes en esos momentos fuimos los alumnos y dejan un halo de alegría y nostalgia a la vez y en ocasiones, una lágrima.