Tres o cuatro mujeres del mundo más espectacular ocuparon mis pensamientos durante muchos años. Ver sus pelĂculas, escucharlas, admirarlas, ver sus fotos, leer alguna entrevista me llenaban de desvarĂos la cabeza y el cuerpo. Uma Thurman fue una de esas delicias. Fue. PretĂ©rito imperfecto que el paso del tiempo y un pendejo cirujano dejaron convertido en polvo de olvido. En realidad, de lo segundo no estoy cierto, de lo primero no hay duda.
La semana anterior que vi sus fotos me asustĂł el resultado. Hoy las vi de nuevo. PensĂ© que seguĂa en la pesadilla de la siesta. No. Y los memes que hicieron los malĂ©volos no me provocaron risa. Imagino a la pobrecilla, su profundo dolor, rabia, tristeza despuĂ©s de ver lo que ya no es.
Mis pensamientos volaron atrás, a CĂłrdoba. En el cineclub municipal Hugo del Carril, en bulevar San Juan, a poco metros del primer departamento que habitĂ©, Uma Thurman era (no sĂ© si ya la relevaron) una diosa. El bar se llamaba Quentin. Por Tarantino, of course. Apenas apagar la luz se escuchaban los acordes de Kill Bill y aparecĂa Thurman en el despampanante traje amarrillo. Luego un fragmento de diálogo, despuĂ©s de que ella confiesa su casamiento al protagonista:
Beatrix: Verás que mi lado es algo solitario.
Bill: Tu lado siempre fue solitario. Pero no me sentarĂa en otro lugar.
Sigue la música y un final climático. Trepidante apertura.
Hoy no sĂ© si podrĂa mirar de nuevo la escena. Tal vez al verla, atemorizado, esperarĂa el instante en que se desfigurara su cara o se quemara la pantalla, transformando aquella belleza singular en la cosa que quedĂł ahora. Tal vez. En todo caso, regresarĂ© al Quentin, tomarĂ© un Fernet con coca y mucho hielo. O dos, y me armarĂ© de valor para entrar y encontrarme con aquel amor perdido que nunca fue.
