Anoche fuimos al cine a ver la nueva película de los Minions. No tengo que describirlos; todo mundo los conoce. A algunos gustarán, a otros menos, otros los vomitarán. A mí, lo que cada uno piense o sienta, me tiene sin cuidado; ya pueden ahorrarse los comentarios, especialmente si van con mala leche o amargura, que este espacio no pretende curar a nadie, ni siquiera al autor; tampoco quiere ser un recipiente para acoger malas vibras, menos un diván.

La película me divirtió en momentos. Pero es secundario. Las risas de mis hijos todavía resuenan, y ya con eso me doy por bien servido a cambio del oneroso gasto.

Hoy, mientras hacía la limpieza en casa por enésima ocasión, luego de la explosión volcánica, quizá por el delirio de cargar la cubeta y pasar el trapeador unas doscientas veces, me aparecieron los minions en el pensamiento. Recordé fragmentos de la película y de pronto, como iluminado, me pareció que los autores de la película se aprovecharon de nuestra historia reciente para la trama.

En efecto, como los minions, que buscan como jefe al peor de los todos los villanos para servirle, pensé que los mexicanos en el fondo tenemos una fijación semejante. Y por eso, en las campañas políticas, colgamos milagros y elevamos a grados paroxísticos a los candidatos, para que, luego de inflarse e inflarse, sus hechos los conviertan en un pedazo de estiércol y ¡maldita sea la hora en que los elegimos!

Así van los minions. Como Sísifo. Es su triste destino. Así caminamos. Un día a las órdenes de un perverso chaparro como Napoleón; otras de un flaco y nocturno personaje, como Drácula, o del más terrorífico dinosaurio. Es la historia de los minions y su éxodo, la fábula de los mexicanos.