Alguna vez leí que si existiera, el basurero donde se depositan todas las pendejadas de los seres humanos ya podría superar el tamaño del planeta.

Hoy me pregunto: ¿si pudiera cada uno reunir las propias, los dislates, las tonterías, las impertinencias, qué podría hacer con todo ello? Pienso que daría pie para algún tratado sobre la imbecilidad; por lo menos algunos apuntes serían cocinados.

No lo sé. Y la verdad, es ocioso perder el tiempo en ello. Lo que sí vale la pena y no es ocioso, es prestar atención a nuestras palabras (y hechos, claro), para evitar que dicho vertedero se vuelva descomunal.

Esta mañana, caminando por el campus universitario, encontré a un viejo amigo (en realidad, viejo sí; amigo, no estoy muy seguro) y sin querer creo que lo insulté.

La cosa fue más o menos así. Después de muchos meses sin verlo, lo encontré, saludé y afectuosamente confesé que me daba gusto verlo. Cruzamos algunas palabras y al despedirnos, por razones que todavía no me explico, le dije: ¡cuídate mucho! No sé en qué tono lo escuchó, pero se paró en seco, me detuvo y preguntó alarmado: ¿me ves muy viejo ya? No, solo un poco avejentado. Me miró con ojos como platos y siguió su destino.

Reinstalé la canción de Joaquín Sabina que escuchaba en el teléfono y solo entonces pensé: ¡pero, qué burro! ¿Cuál es la diferencia entre viejo y avejentado? Pues no, ninguna, algunos meses, o semanas. Ya no importa, pensé. Cerré el capítulo y seguí caminando. Es verdad, cometí una imprudencia, pero pudo ser peor. También podría haberlo asegurado que no lo veía mal, y que me daba gusto verlo todavía en pie a pesar de su apariencia.