Esta mañana, camino a la Universidad, me sorprendió un mensaje en la cajuela del taxi que iba delante de mí. Decía, con mayúsculas todas: Niños no jueguen en la calle. Instintivamente quise tomarle una foto, pero mi habilidad no alcanza para conducir el auto y manipular la cámara desde el teléfono. La frase se me quedó dando vueltas en la cabeza. Nunca la había leído, y soy asiduo lector de los mensajes que pintan el trasero de los taxis.
El mensaje de ese taxista que me rebasó por la mañana es la constatación de una verdad casi universal por sus efectos prácticos: las calles son para los autos, por eso, cada vez las hacen más amplias, más lisas, mejor pintadas, para que los automotores circulen más rápido, más fácil y más cómodo. Las calles, las grandes avenidas, las ciudades todas, están hechas cada vez más para los autos, no para las personas.
Las calles son propiedad de los autos, como atestigua el mensaje del taxista. Ni los niños, ni los adultos, menos los ancianos, tienen derecho a andar en ellas, porque entorpecen el paso veloz de los vehículos, especialmente de la plaga amarilla que pulula por la ciudad.
Por esa visión, que privilegia autos, motores, máquinas, cada día se vuelve más escaso el respeto a las personas, a todas, pero especialmente a los niños, a los que, en otra época, hicimos de la calle la segunda casa y ahí crecimos, pintando porterías en los portones, colocando piedras y tirando a la pelota hasta que venían los gritos de las madres. ¡Qué viejos nos hemos vuelto! ¡Qué miseria de calles las que caminamos!