La semana laboral que termina, tercera en el calendario escolar, permitió reincorporarme plenamente a las tareas docentes en la Universidad. Reconfirmo que la docencia es un ejercicio de alta demanda física y emocional; que siento pasión por el salón de clases y los estudiantes preguntando, atentos, curiosos, que son ellos, las nuevas generaciones que se preparan para trabajar en el campo educativo, quienes harán posibles o no las transformaciones del sistema escolar, porque los cambios ocurren en las escuelas y aulas, donde estudian y conviven cotidianamente con niños y jóvenes para fines formativos.
En el retorno compruebo también que mis aversiones a la burocracia son irreconciliables, pero puedo sobrevivir sin sobresaltos ni enfados excesivos, que con un poco de disciplina se sortean. Persisten, con moderado optimismo, mis afanes de cambio y la creencia de que es posible otra escuela.
Me tocó, porque ahí no decidimos los profesores, un grupo prometedor, con 25 estudiantes, mayoritariamente mujeres, dispuestos, agradables y tengo la impresión de que muy buenas personas. Esa cualidad es la que permite que casi todo lo demás sea factible en educación. Con este grupo, en algunos detalles percibo que he tenido una suerte maravillosa y lo pasaremos bien los martes, miércoles y jueves de clases.
La docencia es un ejercicio extraordinario, mágico, generoso sin par. En la medida que nosotros entregamos lo que sabemos, que comunicamos nuestros contenidos personales y profesionales, no nos desprendemos de ellos, sino que nos enriquecemos. Hay que dar, entonces, para seguir recibiendo. Estoy seguro de que al final del semestre los aprendizajes serán inestimables.