Con muchas horas de trabajo a cuestas en el día más pesado de la jornada laboral (todos los lunes, no solo este) y algunas ideas para manufacturar mi diario, me dispongo a elegir tema. Antes, paso revista a mi muro en Facebook y encuentro un breve artículo compartido por Arthur Edwards, colega y amigo de la Universidad de Colima. Se llama: Por qué las universidades deben prohibir el uso de power point.
Aquí está mi tema, digo. Algo semejante había leído antes, hace un par de años. Y más de una vez hablé de ello en clase o una conferencia. El autor no anda por las ramas: Power point vuelve estúpidos a los alumnos y aburridos a los profesores.
Las tres razones que convierten en tóxico el power point son sencillas: desalientan el pensamiento complejo, los estudiantes piensan en el curso como un conjunto de diapositivas y desalientan las expectativa razonables.
Evidentemente no caben las generalizaciones. Ni todos los profesores promueven la imbecilidad en los estudiantes usando el power point, ni los alumnos se tragan las diapositivas como pastillas para la diarrea. Pero hay un fondo de verdad: sustancialmente usar power point no nos coloca, como docentes, en ninguna vanguardia pedagógica. El power point (y sus variantes) epistemológicamente no establece una relación distinta entre alumnos-contenido-profesor, al uso del pizarrón para escribir la clase, el modo más común hace algunos años, junto al dictado.
No me atrevería a prohibir el uso del power point, menos en la universidad, donde casi nada puede prohibirse salvo aquello que gravemente atente contra los derechos humanos. Pero sí que pondría en serias dudas la eficacia (y probidad intelectual) de un docente que solo confía en sus magníficos power point.