Después de unos días de vacaciones, lejos de casa y la ciudad, regresé a la banca en la plaza. Volví con otra alegría. Disfruté la mañana fresca, sentí los aromas del parque al aspirar con fuerza cerrando los ojos. Observé la romería matutina que extrañaba ¡ahora constato cuánto! El desfile incluye niños rumbo a la escuela tomados de las manos por sus mamás; señoras que caminan a misa, unas presurosas, otras parsimoniosas, todas con sobria elegancia. Los obreros que caminan o pasan en bicicleta despreocupados y sin inmutarse ante el tráfico poco respetuoso de lo que no sea su celular y su destino. Escucho también a lo lejos las escobas que empiezan el barrido del parque, los ladridos de los perros que retozan con sus dueños. Casi todos los mismos de siempre. Casi.
Frente a mi banca, a diez metros, descubro un hombre mayor. Lo miro y vuelvo a lo mío. Alzo la vista a la Luna esplendorosa, mientras se esconde entre los cerros. Un espectáculo maravilloso para quienes no tienen la urgencia de llegar a alguna parte. Un ruido sincronizado me alerta. Es monocorde, suave pero insistente. No para. Creo adivinar el origen. Observo al hombre mayor y capto detalles. 70, 75 años; tal vez menos, pero gastado por las circunstancias. Debe ser bajito, es grueso, de pelo cano pero firme. Viste ropa de trabajo. No goza de ninguna jubilación. Su atuendo no es de descanso, ni del hombre que sale a pasear. Espera. Espera tal vez la hora de su trabajo. O sufre porque perdió el empleo, o por una enfermedad propia o familiar. O de soledad. Su mirada penetra el infinito. Nada se mueve, excepto sus manos. Sus manos son la fuente del ruido. Las agita sin parar. Está enfermo. ¿Parkinson? Dejo de observarlo cuando voltea hacia mí y fija su atención. Luego cruzamos la mirada. Su dolor me duele, su tristeza me entristece. La energía de sus ojos me inyecta angustia. La Luna desapareció. El Sol empieza a calentar. Mi ánimo se congeló.