¿Quién se arriesga a pronunciar el nombre de su mejor maestro o maestra? Es complicado. Pero vale la pena recordarlos, sobre todo, mientras viven.
En mi caso, los tengo contados y tan nítidos como las venas en mis manos. En más de una ocasión, en alguna conferencia, por ejemplo, mencioné los nombres de los maestros y maestras que marcaron mi vida antes y después de convertirme en ciudadano de la república pedagógica.
Entre los profesores que tengo en la cúspide, uno tenía el mismo nombre: Geneyro de apellido. Argentino de nacimiento, nacido en la provincia de Entre Ríos, mexicano por decisión, una vez que sufrió el exilio como muchos sudamericanos en los años de 1970.
A Juan Carlos Geneyro lo conocí por azares del buen tino. Recién desempacado, todavía con maleta intacta, llegué al entonces Distrito Federal para cursar la Maestría en Pedagogía en la UNAM. La época es imborrable. Comenzaba la década de 1990. La Facultad de Filosofía y Letras fue un venero intelectual gracias a gente como él.
Elegí tomar su curso sin haber leído jamás su nombre. Me atrajo la materia: Seminario de Crítica a las Nuevas Corrientes en Filosofía de la Educación. Los cursos de esa naturaleza me atrapaban. Un lunes fue la primera clase con él. Mi debut estudiantil en la UNAM. La primera impresión sigue viva. Un curso sobre Emile Durkheim y John Dewey, revisión analítica que enseñaba leyéndolos, y sólo tangencialmente aludiendo a un libro que recién había escrito titulado La democracia inquieta, dedicado a ambos filósofos.
Elegancia discursiva. Autoridad filosófica y didáctica. Sobriedad de pensamiento. Lucidez intelectual. Académico y pensador en la extensión profunda de las palabras. Las tres horas de cada clase eran un baño de sapiencia, lejos de la pedantería. Cuando tenía que poner la coma en su sitio no dudaba, y alguno en el curso lo supo con dureza cuando quiso retarlo con necedades.
El siguiente semestre no lo dudé. De nuevo me inscribí con él. Empecé una amistad primero de profesor con estudiante, luego me vine a Colima y tuve oportunidad de dirigir la Facultad de Pedagogía. El programa de posgrado que teníamos se llenó, por suerte, de algunos de esos maestros y colegas de la UNAM.
Juan Carlos Geneyro fue profesor de la Universidad de Colima varios años. Lo pongo en mayúsculas. Y estoy seguro de que hoy muchos de aquellos estudiantes, maestros experimentados entonces, algunos ya jubilados, lo tienen en gran aprecio. Más de una vez lo acompañé a las cenas y despedidas que le ofrecían sus estudiantes, para refrendarle gratitud y admiración. En la historia de la facultad pocas veces tanta sabiduría y generosidad regó nuestras aulas, con los recursos de la inteligencia y las palabras.
En aquellas visitas de Juan Carlos Geneyro se afianzó nuestra amistad. Él solía venir en su auto. Siempre tenía compañía, como Emiliano, Emi, su hijo adolescente, ahora profesor universitario. Conocía Colima y sus alrededores, de la playa al volcán; era ya casi un colimote. Gracias a él, tuve el privilegio de conocer a otro hombre y filósofo excepcional: Carlos de la Isla, quien merece capítulo propio.
La historia es larga; acortaré.
Geneyro volvió a Buenos Aires para asumir el Vicerrectorado en la Universidad Nacional de Lanús; luego fue miembro de un órgano muy importante, la CONEAU, Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria; profesor universitario y rector.
Hace diez años, cuando hice una pausa en la Universidad de Colima, gracias a él recibí la invitación para una estancia en la Universidad Nacional de Entre Ríos. Durante mi paso por Buenos Aires nos encontramos en distintas ocasiones, solos casi siempre, una vez con amigos de la Secretaría de Políticas Universitarias.
Volví de Argentina y poco antes nos despedimos conversando en una de las librerías más hermosas del mundo: El Ateneo Grand Splendid. Fue nuestro último abrazo, la última vez que en vivo me dijo como acostumbraba: chau, JuanCa.
Nos escribimos esporádicamente.
Hace unos días, mientras seguía la manifestación universitaria en Argentina recordé nuestras conversaciones. Lo busqué en internet y en la primera nota se me congeló la sangre: Juan Carlos Geneyro, in memoriam. La nota, fechada en marzo de 2020, la escribió un tercer Juan Carlos en esta historia: Juan Carlos del Bello, a quien también tuve la suerte de conocer y quien, fatalmente, murió un año después que Geneyro. Lamenté saberlo tanto tiempo después.
Ese día, la semana anterior, mi vida se nubló y la tristeza fue infinita. Lo es ahora, mientras escribo y vuelvo a observar la foto que nos tomó un mesero en “El Café de los Angelitos”, uno de los sitios turísticos imperdibles en Buenos Aires, muy cerca de su departamento.
Mil gracias. Descansa en paz, querido maestro, amigo, colega profesor en la Universidad de Colima. Te recuerdo con enorme cariño, reconocimiento y admiración. Sé que tienes un sitio inolvidable entre quienes te conocieron en estas tierras.
¡Hasta siempre, Geneyro!