Esta mañana el Sol luce espléndido. Desde mi banca, los rayos calientan tibio e iluminan la plaza con nitidez prodigiosa. Los colores alrededor deslumbran mis sentidos. Por donde paso los ojos, redescubro la maravilla de la naturaleza. Al fondo, muy lejos, la serranía de verdes y cafés, con islas nubosas; son el escenario de cada mañana desde la banca. El enorme cono volcánico pinta azules y grises; mi vista, o mis lentes recién graduados, aprecian sus venas y grietas. El cielo sobre los árboles que me cobijan tiene un celeste tímido pero vivo. Los pájaros que cantan alborozados se esconden entre las ramas de todos los verdes posibles, pero enfrente, danzando en el pasto verde con manchas peladas, brillan los pájaros negros, los Zanates, con vivaces ojos amarillos; su lustre es tanto como recién salidos de la tintorería. El agua de la fuente parece más cristalina y estalla en gotas minúscula cuando la atraviesan los rayos del Sol. Las palmas de coco muestren en su tronco los cafés de tonalidades incuantificables, y sus frutos pasan del verde intenso al amarillo ocre. Los enormes árboles de primavera rinden homenaje a la estación que les regala su nombre: pendiente de sus ramas, tejen de amarillo el horizonte, mientras otras, las vencidas, forman un tapiz que todavía no recogen los jardineros.
Los colores de la naturaleza son una de esas pequeñas cosas (como la canción de Joan Manuel Serrat) que todos los días dan sentido y alegría a la vida, cuando nos detenemos del trajín para contemplarlas y dejamos a un ladito el teléfono.