Se sentó a mi lado silencioso. Era la primera vez así. Se notaba acongojado. Lo miré y no dije nada. Esperaba sus palabras y ordenaba mi desconcierto. Se nos fueron minutos en silencio. Observaba cada uno hacia ninguna parte.
–¿Qué pasa? –vencí el mutismo.
–Nada. Estoy recuperándome.
–¿Recuperándote? –le pregunté. ¿De qué? ¿Qué te hicieron?
Su mirada extraviada no tenía el brillo de siempre. Quería saber más, pero él no accedía.
–Ayer estuve en mi terapia –rompió el silencio.
–¿Terapia? ¿Qué te pasa?
–Voy a terapia desde hace ochos meses. Mis hijos, tengo dos, no soportan verme en estas condiciones y decidieron que debo sacudirme de mi actitud, así que se pusieron de acuerdo, me llamaron a cónclave familiar y me lo pidieron como un favor muy especial. Nunca lo habían hecho, porque casi nunca se ponen de acuerdo. No quise ser descortés. Acepté. Y cada 20 días que me toca, sufro, pero sigo. Por ellos. Después del daño que causamos a los hijos, la mayor parte de las veces sin quererlo, ni poderlo evitar, era lo menos que debía hacer.
–¿Vas a psicólogo o psiquiatra?
–¡Qué más da!
–¿Y por qué lo sufres, si tu decidiste hacerlo? No por voluntad propia, pero sí por una razón que consideraste válida.
–Es verdad, pero me cuesta mucho ir a sentarme una tarde cada tres semanas, escuchar una voz melosa y contestar con las respuestas más cuerdas que puedo, a veces para orientarla, a veces para desorientarla. Cada vez que asisto tengo más claro que esa mujer no tiene resuelta su equilibrio emocional y pretende ordenar los ajenos, pero bueno, de algo debe vivir la gente que va a la universidad.
–¿Hay algún provecho en eso?
–No, no todo está mal. Pero no me hace falta. En realidad, mi batalla mayor es para que no me convenza, a mí mismo, de que deba volver a lo que alguna vez fue. O sea, la terapia, para mí, consiste en no dejarme enderezar.
–¿Una antiterapia? –le dije en tono mezcla interrogativo y afirmativo.
–Podría llamarse así.
–¡Qué locura!
–¿Te parece?
–Sin duda.
–Bueno, ahora que hablé contigo, que conté lo que a nadie, me siento un poco menos miserable. Me voy –se levantó y sin mirarme, enfiló a su esquina habitual.
–Ey –le grité. ¡Me debes una sesión! O una cerveza.
–¡Va! Alguna vez, aunque nunca tomo una gota de alcohol con desconocidos, ni antes del mediodía. Menos en el desayuno.