I. El jueves lleguĂ© a mi habitaciĂłn cansado, pero con tareas. HabĂa oscurecido en San Juan de Alima, Michoacán. En la mañana tenĂa la conferencia; estaba lista, revisada de principio a fin, y viceversa, entonces preferĂ salir de las no sĂ© cuántas paredes de la habitaciĂłn irregular para caminar y buscar un lugar con luces suficientes, una mesa y un trago amargo. QuerĂa respirar otros aires, refrescarme recuerdos y la cabeza. EnfilĂ© a la playa oscura guiado por los ruidos del mar. Estaba solitaria y apenas pude apreciar unos metros delante de mis lentes, entre las piedras frente al hotel; a cincuenta metros, una pálida espuma jugueteaba entre las sombras. AhĂ recibĂ la noticia fatal del fallecimiento de un compañero de la carrera: Luis Ernesto. Si el ánimo se apagaba, aquel mensaje fue fatĂdico. EspantĂ© los peores pensamientos volviendo los pasos, subiendo los escalones, eludiendo la alberca y buscando la mesa mejor iluminada en el restaurante.
Fui a la barra con el flaco que cenaba sin esconder el hambre. Le pedĂ la carta y preguntĂ© sobre tequilas y rones. Sin soltar la tostada de la mano derecha me dijo que Ă©l no sabĂa, que solo una vez habĂa probado algo que le habĂan invitado. ElegĂ y regresĂ© a mi mesa. AbrĂ la computadora, revisĂ©, retoquĂ©, corregĂ alguna palabra y en media hora creĂ que era hora de cambiar canal. El flaco de la barra ya reposaba su comida en la recepciĂłn, mientras la puerta abierta no miraba pasar a nadie. En este pueblo no hay ladrones, ni personas a esta hora.
A la computadora se le acababa la pila. HurguĂ© en la mochila y encontrĂ© el libro para el viaje: La peor parte. Memorias de amor, de Fernando Savater. Lo abrĂ y empecĂ©. La noche era joven para dormirme. AguantarĂa algunas páginas. PedĂ otra copa y me acomodĂ© en la silla incĂłmoda. Puse en el vaso agua mineral, ajustĂ© los lentes y comencĂ©.
II. Cuando leo a Savater es inevitable recordarle en vivo, cuando estuvo por Colima hace diez años. Tengo grabados muchos momentos de aquella experiencia inolvidable de comer en la playa de ArmerĂa con un personaje real, o de cenar dos noches consecutivas con Ă©l, conversando sin pausa entre bocados y tragos, entre risas y sus diálogos deliciosamente cotidianos.
La peor parte. Memorias de amor es hermoso y desgarrador. Mezcla amor y dolor por Pelo cohete, su mujer, a quien tributa en las páginas sin esconder sentimientos ni confesiones: “Cuando se es escritor, Âżpuede uno conformarse con llorar?… Porque, crĂ©anme que la lloro todos los dĂas: desde que murió…”.
Pronto explica el sentido del tĂtulo: “La peor parte de mi vida consiste en tener que contar cĂłmo fue lo mejor y cuánto de maravilloso perdĂ cuando se fue para siempre”. Por eso, entre parĂ©ntesis, optĂ© por el subtĂtulo para esta página de mi Diario.
Su juego de palabras serĂa magistral si no tuviera un toque dramático: “La muerte de mi mujer, del amor de mi vida, del amor en mi vida, de mi amor a la vida. La caĂda irremediable en el ocĂ©ano de la desgracia”.
Es la historia de un amor contado por las derivaciones a todo lo demás, que a veces creemos (o hacemos) lo más importante: “Las tareas de la vida que siempre me fueron gratas me lo siguen pareciendo, pero en cuanto las emprendo constato que se han convertido en algo insulso, átono, fatigoso e insignificante. Quizá el placer de la lectura sea la Ăşnica excepciĂłn… escribir se ha convertido en un gesto vacĂo porque ya no puede alcanzar su objetivo natural: ser leĂdo y aprobado por ella. Desde hace treinta años, yo escribĂa para que ella me quisiera más…”.
No quiero agregar palabras. Serviré otra copa y seguiré la andadura por estas páginas, sumando otro motivo para la admiración al personaje, al filósofo, al hombre triste que ahora llora la ausencia y comparte su amor como excepcionalmente sabe.