La pregunta que me propongo reflexionar es más amplia: ¿las sociedades de padres y madres de familia en las escuelas son un cáncer o el remedio a distintos males escolares?
Desde hace tiempo he sostenido en conferencias y reuniones, con públicos varios, que las familias son un actor imprescindible para la escuela, que las madres y padres, sobre todo las primeras, más cerca de la crianza habitualmente, deben ser aprovechadas por los centros educativos, porque está demostrado que su valor puede potenciar (o ralentizar) las posibilidades formativas de los maestros.
Los resultados de las pruebas del Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes (PLANEA) son elocuentes: la correlación entre las condiciones de escolaridad de las madres y los resultados de aprendizaje de sus hijos obliga a tomarla como una variable clave para mejorar procesos formativos.
Para que suceda, es preciso un ejercicio de transformación inédito: convertir a la familia en protagonista pedagógico, no solo el soporte del estudiante, que ya es muy relevante. Exige que la escuela entienda que el padre y la madre deben jugar en el mismo plano con intenciones paralelas al proyecto educativo, que la familia también tiene derecho a opinar y no solo la obligación de estar informada en reuniones verticales, monótonas y sin espacios para interacción. Por supuesto, exige fijar límites a la injerencia de los padres, convertidos en sindicalistas (a veces enfurecidos) de sus hijos; abogados defensores de oficio sin conocimiento completo de las causas.
Contra mis convicciones, la agencia en las escuelas para la representación familiar, las llamadas “sociedades de padres de familia”, gozan de mala reputación, en general. No sé si alguna vez escuché un comentario positivo de ellas, en su faceta diferente a organizadora de actividades sociales. No lo recuerdo, aunque trato de ser objetivo y memorioso.
En experiencias más directas, las sociedades de padres se reducen a correas de transmisión de instrucciones, recados, cooperaciones, en suma, recordarnos obligaciones. A veces, toman decisiones autoritarias que pasan por encima de madres y niños. No en pocas ocasiones, en cambio, escuché hablar de manejos poco transparentes de recursos, de exigencias para obtener favores, cosas que de alguna forma se descubren y luego aumentan desprestigio.
Entonces: ¿las sociedades de padres de familia son la solución a males o un cáncer? En el plano conceptual, sigo pensando que deben ser un aliado pedagógico, pero me faltan ejemplos suficientes para comprobarlo.