Desperté temprano y cansado. La noche había sido insuficiente para reparar la semana laboral agotadora. Por un instante me tentó la idea de cerrar los ojos y dormir todo el tiempo que el cuerpo aguantara. Recordé que los días previos fueron malos para la rutina de caminata. No había tiempo para más descanso, dije. Casi cayéndome metí las piernas en el pantalón deportivo, y otro tanto sucedió al abrocharme las agujetas. El reloj marcaba las 8:15. Ya el sol caía y el fresco admitía una chamarra ligera. Subí al auto y emprendí el camino conocido a la rutina. Los primeros minutos fueron insoportables. El paseo matinal estaba casi abandonado. El cuerpo no respondía y había olvidado los audífonos para distraerme. Al acercarme a la mitad de la ruta saqué el teléfono para observar el avance y los metros recorridos. La flojera había quedado atrás y empezaba a disfrutar el viento fresco en la cara, las piernas en movimiento y el ruido exterior que aplacaba ideas internas. Cuando levanté la vista creí que los ojos, sin lentes, jugaban una mala pasada. ¿Era ella? Moví la cabeza. Volví al teléfono y de inmediato al frente. Miré a su acompañante y luego a ella; sí, era ella. Linda, como siempre, con una mirada distinta, distante, esquiva. Nos acercábamos cada vez más y aunque habría querido bajar los pasos, era inevitable el encuentro en diez metros, nueve, siete, cinco, tres… Los impulsos cardiacos aumentaron. La miré de nuevo, con desesperación, esperando que volteara una vez, una sola. Las palabras se congelaron. No salió una. Pasaron. Pasé a su lado con el corazón acelerado, emocionado. En ese instante, pedazos de segundo apenas, se mezclaron alegría, emoción, excitación… Miré atrás con ese coctel de emociones. No había nadie. Regresé la vista al frente. Un microsegundo después la cabeza sin orden volteo atrás. De nuevo, dos, tres veces. No había nadie. El andador estaba solo. A lo lejos, muy lejos, solo pude ver un perro en medio de sus dueños, un par de ancianos caminaban lento. El corazón se revolvía ahora por desconcierto.
Horas después, sentado frente al teclado, todavía no sé si la soñé o fue ella quien detonó una danza de sentimientos que siguen bailando dentro de mí.