El fin de semana ordené una parte de la casa. Una casa normal, pequeña más bien, con tres recámaras, una sala, un comedor, un pequeño patio que merecía más atenciones y la terraza minimalista (es un eufemismo, obviamente) donde paso muchos de los domingos, aunque un par de árboles que me “sombreaban” se secaron ya. Había pospuesto una limpieza y ordenamiento general, como hice muchos años en vacaciones. En las últimas, omití la tarea, hasta que los remordimientos me gritaron tan fuerte que no pude silenciarlos.
No sé si lo olvidé o no lo había hecho, pero en la limpieza de mi cuarto más privado, encontré tantos y tantos recuerdos de los últimos veinte años que, por momentos, detuve la faena y me dediqué a leerlos, con el sudor corriendo por la frente y teniendo que limpiarme los lentes empañados.
Es increíble la capacidad que los humanos tenemos de almacenar detalles materiales, a veces nimios, otras no tanto, pero que se van escondiendo en el baúl doméstico, sumando capas que los entierran y los vuelven invisibles a nuestros ojos y al corazón, hasta que un día, un domingo, por ejemplo, en que las tareas de limpieza hechas con desgana, los redescubren. Entonces, una catarata de emociones nos va humedeciendo la memoria y, a veces, los ojos. Te sientes vivo, aunque un poco más viejo, un poco torpe por olvidar lo esencial.
Eso me sucedió ahora, o algo semejante. Encontré cartitas, recaditos, papelitos, regalitos de mi hija en sus primeros años de la escuela, cuando yo era su ídolo, su máximo, su adoración, y me lo escribía con palabras dulces, sencillas y tiernas, con letras tambaleantes pero claritas, porque siempre fue así. Las leí de nuevo, una por una. De algunas tenía recuerdos, otras estaban en la desmemoria. Todas, sin excepción, me emocionaron. O conmocionaron. Me pregunté, con nudos en la garganta, cuándo los padres dejamos de ser todo eso para convertirnos en una obligación, en la llamada rutinaria semanal o quincenal. Cuándo perdimos la oportunidad de abrazar a nuestros hijos niños para que no se fueran nunca nunca, extraviados en las rutinas de lo cotidiano insustancial.