Josep Maria Esquirol, filósofo y ensayista catalán, publicó en 2024 el libro La escuela del alma. De la forma de educar a la manera de vivir, escrita con barnices de otras épocas y mirada optimista al porvenir.
Los nombres de los capĂtulos cargan reminiscencias bĂblicas: “Felices los que van a la escuela: cruzarán el umbral”; “Felices los que van contra el destino: ya son origen” o “Felices los que prestan atenciĂłn: entrenan su espĂritu para recibir”. Me detendrĂ© en el sexto, titulado: “Felices los que no hacen mal a los demás: hacen ya mucho bien”, porque sus conceptos son inspiradores para pensar y actuar en las escuelas envueltas en contextos violentos.
Las primeras lĂneas parecen obviedad, pero tambiĂ©n pueden leerse como reclamo: “Toda tierra deberĂa ser tierra de paz. Pero no es asĂ y, probablemente, nunca lo ha sido”. Por aquĂ y por allá crece la violencia, afirma. No es patrimonio exclusivo de razas, colores o pueblos, aunque hay regiones y naciones bĂ©licas que patentan gritos perenes de guerra. El siglo XX tuvo en casi todos sus años alguna guerra; y en el XXI, no hay parĂ©ntesis largos entre conflictos internacionales o nacionales.
En la Edad Media ocurriĂł uno de aquellos parĂ©ntesis singulares; asĂ lo explica Esquirol: “Dado que el recinto de una iglesia era considerado un espacio sagrado en el que no podĂa haber violencia, se ensanchĂł el radio. Se trataba de delimitar, en torno al templo, un cĂrculo mayor, para considerarlo, a continuaciĂłn, bajo la tutela divina directa”. AsĂ, las iglesias se convirtieron en garantes de una paz delimitada por los obispos y respetada bajo pena de excomuniĂłn.
Del episodio esbozado Josep Maria Esquirol extrapola “una imagen preciosa”: cĂrculos o manchas de paz en el mapa. “Manchas de paz sobre la horizontalidad de la tierra. Cientos de manchas. Y, despuĂ©s, miles. Y, despuĂ©s, cientos de miles”. Hasta lograr en toda la tierra, una tierra de paz.
La escuela es uno de los recintos sagrados que todos deberĂamos respetar. La violencia en las escuelas deberĂa ser intolerable, rechazada y combatida por la fuerza de la razĂłn. No sĂłlo en el sentido de espantar la hostilidad verbal o la rudeza, sino, sobre todo, edificar la paz en las mentes y en los corazones de los niños y jĂłvenes, porque sus docentes asĂ conciben tambiĂ©n la tarea educadora.
Cuando la violencia se instala en la escuela, en contra de una niña dĂ©bil o un niño menospreciado, “no hay escuela… queda literalmente anulada”, sostiene categĂłrico el autor. La escuela debe irradiar “ondas pacĂficas” que ensanchen su influencia.
No es tan fácil como escribirlo, pero es posible y necesario, en especial, en contextos como los que vivimos en MĂ©xico y Colima. Si la paz es un anhelo universal, la escuela, dedicada a potenciar lo más excelso, deberĂa constituirse en el espacio cotidiano de los encuentros entre diversos que, sabiĂ©ndolo, se respetan, conviven, acuerdan y aprenden juntos, con los amigos y con los que no son afines, con los diferentes y dĂ©biles. Eso nos queda, o la destrucciĂłn del respeto y la dignidad humanas, que traerá la cancelaciĂłn de la escuela, usando la expresiĂłn de Esquirol.
Hacer de las escuelas manchas o cĂrculos de paz es una idea que no dependerá de las polĂticas o los polĂticos, no en principio, sĂ de quienes en ellas trabajamos. La escuela ha de ser el lugar más extraordinario para practicar el respeto a los otros, a la naturaleza y a nosotros mismos.
Concluyo con palabras del libro: “No hacer mal no es hacer nada, porque no hacer nada ya es hacer mal”. Llenemos el mapa de manchas de paz que crezcan sin tregua.
