Antes de la pandemia la caminata matutina era un hábito disfrutable. Luego paré. El miedo y la angustia nos dominaban. Volví, o intenté. No fue igual. Intermitente, iba y venía por las calles, mi ruta más agradable. Ahora, por fin, encontré, o eso parece, la sana costumbre. Además de mi cuerpo y su respiración, otras cosas cambiaron. Es natural. Pasaron cinco años, y después de los 50, no es cosa menor. Me siento bien, tanto como antes, y quisiera decir mejor, pero no puedo mentir. Fuera de mí, que a nadie importa, también hay cambios. Uno de ellos me llamó la atención esta semana: el uso del teléfono. El hábito es universal. La gente que encuentro casi invariablemente tiene el aparatito frente a sus ojos, aunque vaya caminando; en los autos, la cosa es igual. Y para mayor sorpresa, los motociclistas no tienen empacho en manejar con una mano y en la otra usar el más preciado de los objetos en estos tiempos. Nos hemos vuelto adictos. Perogrullada, lo admito. Pero escribo en primera persona del plural, con pena y honestidad al mismo tiempo. ¿Tendremos perdón del Dios de la desintoxicación tecnológica?