¿Se imagina usted que al tomar un taxi en el regreso a casa o camino al trabajo, en el retrovisor descubre o cree adivinar un rostro conocido que le habla con vivo interés y le pregunta por todos los temas públicos que caben en los minutos del traslado?
Algo así, o parecido, experimentaron algunos habitantes de Oslo al abordar un taxi conducido por el premier noruego Jens Stoltenberg. Su objetivo era sencillo de expresar pero de múltiples implicaciones: “conocer la opinión de la ciudadanía sobre los grandes temas”. Sí, conocer sus opiniones al nivel de la calle, de lo que opinan los ciudadanos y no solo los medios y los asesores.
A la inteligente maniobra que denota sensibilidad y preocupación, no sé qué reacción habrá sobrevenido en el nórdico país, pero en nuestro caso, si sucediera, se sentaría un inconcebible precedente, me temo que lejano todavía de los más extraños delirios de algún gobernante.
Mientras Vicente Fox prefería no leer las noticias para no amargarse cada día, la gran mayoría de los gobernantes (el propio Fox en su momento, claro) pagan jugosas cantidades con dinero público a los medios para que cada mañana, cada tarde, cada noche, y siempre que sea necesario, les repitan, como la bruja de Blanca Nieves, quién es el mejor, el único, el bien amado… por los tres o seis años que dura el puesto, obvio.
Leyendo la nota sobre el político noruego en el diario “Tiempo argentino”, recordé con una sonrisa (de compasión por nosotros) las últimas elecciones colimenses, en las que un cándido candidato confesaba sorprendido que en Colima “también había pobres”, es decir, que desde los suntuosos vehículos oficiales en que paseaba, y antes, cuando era un ciudadano común, no había visto jamás esa clase de gente a sus cuarenta y muchos años.
No se puede juzgar a los políticos mexicanos por los hechos de algunos, entre otras razones, porque siempre habrá peores (hechos y políticos), y los juicios correrían el riesgo de quedarse cortos, para su fortuna y nuestra desgracia.