Los efectos perniciosos de la pandemia en los sistemas educativos están a la vista y documentados con panorámica amplitud; su profundidad todavía no podemos estimarla con mediana precisión (¿cuánto dejarán de aprender los estudiantes más pobres?, ¿cuántos millones de niños no volverán a las escuelas en México o América Latina?, por ejemplo), pero podría rebasar nuestras predicciones.
Un hecho, por ahora, asalta mi optimismo: el cierre de colegios privados en Colima. El jueves me enteré que el Colegio Jorge Septién, en mi pueblo, tuvo que cerrar hace meses, con seis décadas de existencia. Mientras escribo estas líneas conozco de otro que anunció su clausura y tiene a la venta mobiliario y equipo. Las fotos que envió Mario de Anda me estrujaron. No pensé en los objetos, sino en los niños que se sentaron en esas sillas y trabajaron en las mesas, y, sobre todo, en los colegas que perderán su empleo de muchos o pocos años.
La cara oscura de la realidad que vivimos es inocultable y dolorosa, como en el cuadro esbozado. Pero también ofrece otras posibilidades, en otros planos. En estos meses de confinamiento hemos visto una explosión mundial de generosidad sin par: las bibliotecas compartieron sus libros, los museos diseñaron visitas virtuales, las grandes universidades en Estados Unidos abrieron sus cursos. Los seminarios webs y conferencias son abundantes y es imposible seguirlas todas.
No todos los profesores vivimos una situación relativamente estable; algunos subsistemas, como los telebachilleratos, no cobran con regularidad o padecen situaciones precarias. También he leído de profesores en escuelas particulares que vieron reducido su salario. Ese es un problema de primera importancia, pero sin minimizarlo y dándole su justa dimensión, la pandemia también es la oportunidad para un proceso de reinvención profesional y pedagógica.
Los desafíos que tenemos enfrente los podemos encarar con distintas actitudes: esperando que las instituciones donde trabajamos nos los resuelvan, opción fácil y errónea, porque casi siempre nos darán menos condiciones de las deseables; escamoteando la labor, como los estudiantes que se esconden en la espalda de los compañeros para que el maestro no les pregunte, o asumiéndose como aprendiz en un momento que reclama encontrar preguntas certeras y respuestas osadas.
Estudiar es un camino. Leer. Leer todo lo que podamos en los tiempos libres. Pasar menos tiempo en redes sociales, por ejemplo, y un poco más entre páginas de libros. Les dejo dos recomendaciones garantizadas, o les regreso su tiempo: El arte de dar clases, de Daniel Cassany, y El profesor artesano. Materiales para conversar sobre el oficio, de Jorge Larrosa.
El de Daniel Cassany se publicó hace un mes. Es un texto breve, impecablemente escrito, ligero de contenido, que reúne un buen número de sugerencias e ideas sobre la enseñanza, especialmente de la lengua, pero no restringido a esas materias. Jorge Larrosa es de otro calado, más profundo y provocador, con la lucidez para removernos las certezas que estorban. Dice Inés Dussel en la presentación del autor: “Un libro sabio y generoso, como un cofre de tesoros, sobre qué es ser profesor hoy”.
Si un virus debemos contagiarnos, dicen los colegas argentinos de Pansophia Project, es el del pensamiento. Y el pensamiento pasa por la lectura. La pandemia es tiempo de aprendizajes y reinvenciones.