Cuando Europa tiene encima una nueva ola de la pandemia por COVID-19, en México mucha gente actúa como si habitáramos otro planeta. Desde hace algunas semanas en el llamado “viejo continente” se preparaban para el fatal suceso. Hoy es una realidad.

Parece que no aprendemos demasiado, o pensamos que somos favoritos de los dioses y nos resguardan de males mayores.

En febrero comprobaremos esa hipótesis colectiva.

Mientras, me pregunto: ¿qué aprendimos de la pandemia? O, mejor: ¿aprendimos algo?

A veces lo dudo. Hoy llegué a una tienda de pinturas. Un letrero hecho a mano, feo pero visible, decía: “obligatorio usar cubrebocas”. Me tocó segundo en la fila, y mientras esperaba, mirando a todos lados, vi que el primero, a quien ya atendían, no tenía cubrebocas. Era imposible no darse cuenta: volteó hacia atrás y gritó a su asistente, o a su jefe, parado en la puerta, también sin protección.

La señorita lo atendía sin reticencias, mientras yo me aguantaba las ganas de preguntarles si sabían leer. Y si la respuesta era positiva, vendría la siguiente interrogante, con un poco de mala leche: ¿por qué no cumplen el letrero colocado en la silla roja de la entrada?

Media hora después de eso, me formé para pagar el teléfono. El empleado me atendía solícito y cuando entregaba la tarjeta bancaria para el pago, una conversación en la ventanilla de al lado me distrajo: la señora se molestó porque el empleado le pidió, con amabilidad, que se colocara correctamente el cubrebocas. Ofendida, la señora disparó una ironía con pésima puntería y dio la media vuelta.

Son dos casos en una hora. Anecdóticos, podrían decir, y descalificarme. Pero no son aislados. Cada uno tendrá los suyos, cada día o de cuando en cuando. Por eso pregunto: ¿hemos aprendido algo?

De un lado y otro del mostrador, sin la solidaridad colectiva no tenemos protección.

En este viaje en medio de la selva pandémica no tenemos los mismos equipajes, pero nos salvamos juntos o nos acercamos otro poco a la barbarie.