El filósofo argentino Darío Sztanjnsrajber nos provoca a la reflexión con una pregunta inquietante: ¿con la pandemia murió el aula tradicional?
¿Usted se lo preguntó ya? ¿Usted que me escucha, se lo preguntó antes?
¿El aula pospandemia será distinta del aula que conocimos?
No me refiero al espacio físico, material, al rectángulo con ventanas que aisla del ruido de la realidad y suele educar de espaldas a ella.
No. No hablo de la dimensión material. Aunque cambiar la arquitectura de la escuela es deseable. En efecto, la escuela no tiene por qué ser un edificio frío, como un cuartel, un manicomio o un hospital.
Me vuelvo a preguntar: ¿volveremos a la misma escuela? Es decir, a la misma situación que teníamos antes de la pandemia, o la transformaremos para humanizarla un poco más. Mucho más.
La escuela tendría que ser un desafío a nuestras capacidades. Un desafío inteligente, por supuesto. No siempre lo es. No muchas veces lo es. Con frecuencia se aleja de ese ideal. Sí, la escuela suele ser aburrida. Hay que reconocerlo, para cambiarlo.
La pandemia, en la coyuntura histórica que tenemos puede ser la oportunidad para convertir a la educación en una aventura que desafíe comodidad, mediocridad e indolencia.
Si muere el aula tradicional, habría otra mejor, no lo sé. Quizá. Quizá no. Ojalá en veinte años los historiadores, sociólogos, pedagogos y maestros, sobre todo maestros y niños, atestiguen que una de las cosas positivas que nos dejó este fatídico 2020 sea el salto del aula tradicional a otra vibrante, sin muros que separen de la realidad, llena del ruido febril de la actividad, como la soñamos muchos, y como muchos trabajaron por ella en los últimos cien años.
La muerte del aula tendría que prodigarnos alegrías, dice el filósofo argentino de apellido impronunciable para quienes hablamos la lengua de García Márquez. La muerte de esa aula es el fin del aula vertical, cerrada, autoritaria, desarticulada de la realidad, pero entonces, ¿cuál será el aula que venga? ¿Será posible?