En la antigua normalidad los finales de cursos mezclaban sentimientos encontrados: los niños y jóvenes que terminaban un nivel educativo se despedían de sus compañeros de varios años;

las aulas se vaciaban después de que las canchas y patios cívicos recibían a los estudiantes y papás para la entrega de certificados.
Por su parte, los maestros empezaban el necesario descanso en un oficio de alta exigencia física y mental.

En el calendario de la escuela el fin de cursos tiene un valor simbólico alto: representa la conclusión de procesos formativos, el arribo a la meta trazada diez meses antes, la satisfacción por los objetivos cumplidos y la renovación de la fe en la tarea cotidiana de la enseñanza. Es momento también de evaluaciones y conclusiones para la mejora.

A este final de ciclo lectivo lo acompañan tantas incertidumbres como al principio, en la escuela y en el entorno. A las dudas se suman los temores cuando se observa el horizonte, porque ni la pandemia ha concluido, ni paran contagios y muertes. En la escuela, los problemas y vacilaciones también crecieron.

Las predicciones no alientan optimismo. Entre los primeros pendientes tenemos que saber ya, cuántos estudiantes abandonaron la escuela, qué aprendieron y dejaron de aprender; por supuesto: cómo se recuperarán estudiantes y aprendizajes.

Los profesores de las escuelas públicas sabemos que volveremos a las aulas en los llamados modelos híbridos, pero no hay mucho más claridad. En buena medida, porque quienes deberían ofrecerla, tampoco la tienen, ni parece que hayan hecho un esfuerzo extraordinario para diseñar formas nuevas de trabajo docente, así como crear las condiciones satisfactorias y seguras.

Si las cosas siguen igual, de nuevo serán los maestros, los directores, las familias y los estudiantes quienes carguen el peso mayor del trabajo. Eso parece. Pronto tendremos respuestas.

Por ahora, se acercan los momentos de descanso y reflexión, nunca, nunca tan vitales como ahora.