El hombre más sabio que conocí en la vida era analfabeto, decía José Saramago. Ese hombre sabio era su abuelo. El Nobel de literatura portugués no se hospedó en las universidades, pero eso no descalifica su juicio.
La sabiduría o la inteligencia pueden tener asiento y desarrollarse en las universidades, pero cursar una carrera universitaria no las garantiza. Hoy cualquiera, o casi, en un mercado desregulado y precario, puede tener un doctorado. Tampoco hay una patente de nada por el solo hecho de tenerlo enmarcada de la sala de la casa. Hay calidades, está claro.
Es verdad que en el mundo académico, con frecuencia fatuo e irrelevante, el doctorado es una condición para la existencia. Y más verdad que algunos (y algunas) se indignan porque sus alumnos osen llamarles por su nombre o por el grado de maestro, más familiar y cariñoso, que por el reputado “doctor”, “doctora”.
En un discurso memorable, auténtica pieza contra la pedantería académica, Manuel Gil Antón en la Universidad de Colima respondió al discurso de Pablo Latapí Sarre cuando el entrañable maestro recibiera el doctorado honoris causa. La cosa no es tener un doctorado, es perder la denominación y ganar la respetabilidad, jugó con las palabras de su amigo Santiago Ramírez. Instalaba provocaciones: ¿cuándo alguien leyó o pronunció nombres como doctor Carlos Marx, doctor Paulo Freire, doctor Albert Einstein?
Todo esto viene a colación por el revuelillo que causó el diputado morelense Ángel García Yáñez (sin parentesco alguno), quien propuso, como sabrán los lectores, que las cédulas profesionales se renueven cada seis años. Entonces, la docta clase intelectual se le vino encima mofándose de que “nomás” estudió la prepa, y siendo así, no tiene derecho sino a quedarse callado: ¡habrase visto tremendo gesto de tolerancia y humildad!
Entonces, esos de otra casta suponen que una propuesta solo puede ser sensata o digna de deliberación si la antecede la firma del “licenciado”, “abogado”, “maestro” (o maestro en ciencias) y de preferencia “doctor”.
Siendo así, en ese pensamiento tan silvestre: ¿para hablar de la pobreza hay que ser pobre?, o ¿para luchar por la educación para todos hay que ser analfabeto?
A las ideas hay que calificarlas por su razonabilidad, plausibilidad, coherencia, etcétera, no por el origen, clase social, lengua o color de piel de quienes las pronuncian. La maldad, como la imbecilidad, no tiene nacionalidad ni escolaridad, tampoco son monopolio.
La inteligencia, como la sabiduría, nunca se conquista con grados académicos; lo que sí se obtiene con ellos es la obligación ética de ser más abiertos, tolerantes y humildes, porque la educación no es un bien solamente individual, es una función social y un derecho humano, un compromiso con otros que menos tienen y poco saben del currículum universitario.
Balvanero
Leo con agrado los conceptos que vas hilvanando… hice varias remembranzas: mis abuelos (también sabios, sin haber pisado un aula) y todas las falsas poses de dioses bajados del olimpo pretendiendo resumir la vida con sus frases. Y también, por supuesto, mi memoria voló hacia tantas pesonas que dentro de su sabiduría la humildad fue su mejor tarjeta de presentación.
Un abrazo
RAFAEL dÁVILA A.
Un homenaje a la paternidad.
Y ees facil de leer