En los últimos años, incitado e invitado por Laura, hemos hecho del campamento un momento indispensable de desconexión casi absoluta por unos días. No hay televisiones, computadoras, deberes laborales, reuniones ni películas. Lo más cercano a la vida en estado natural, podríamos decir, en este vertiginoso siglo.
Ahora mismo escribo esta página en la playa, con el ruido sereno de las palmas agitadas por un viento suave, y en el horizonte, los cerros verdes que rodean este pedazo del Océano Pacífico, acompañado por las olas del mar matutino en calma.
En este oasis uno puede desconectarse del trabajo, pero no del aprendizaje. Se aprende mucho en un campamento, eliminados los prejuicios de la comodidad habitual.
Se aprende, por ejemplo, a planificar: dónde instalar la casa de campaña, por el sol, los vientos, la privacidad, la cercanía a un baño, la preparación de alimentos. Y antes, por supuesto, todo lo que se necesita para llegar y permanecer.
Se aprende a organizar: la colocación de alimentos, el agua, la ropa, el fuego, la mesa, las sillas, la limpieza, los tiempos y tareas.
Insustituible aprendizaje es aprender a convivir con uno mismo, con los silencios, el canto polifónico del mar o la montaña; la austeridad y el ahorro del agua, del fuego, de la comida, de la carga del celular, del respeto a los otros, los que no conoces, pero llegarán al día siguiente o algún día.
Es verdad que no se tiene la televisión con pantalla gigante y 200 canales, o las plataformas de programas y películas, aire acondicionado, baño personal, el internet más poderoso, un refrigerador abastecido o el Oxxo a la vuelta de la esquina, pero se tienen otras muchas y más valiosas compañías: la de la persona que elegiste o te eligió para sentarse horas y horas a contemplar el mar, bañarse en sus aguas, caminar al horizonte inalcanzable al despertar, preparar juntos la comida. Y para estar solo con uno mismo, perderse el miedo a sí y a la soledad, reconocerse un poquito más y valorar la oportunidad de estar vivo, sano y donde elegiste.
Eudaimonía, la llamaban los antiguos filósofos griegos.