Cada vez soporto menos cierta clase de escritura académica. No generalizo y tal vez deba repetirlo: cierta escritura académica me parece cada vez más insoportable. Lo recontraconfirmo ahora que leo a un experto en temas de cambio y reforma educativa. Su nombre y el del libro no los escribiré, son anecdóticos, el pretexto para desahogar esta idea que hace mucho tiempo divaga por mis venas.
Las páginas de la obra, interesantes, están apropiadamente escritas, repletas de un sólido aparato crítico, aderezadas con la experiencia empírica del investigador. Hasta ahí todo bien. Claridad tiene un diez de calificación; precisión y concisión fallan, pero no le sanciono. Un buen corrector sería suficiente.
El problema, es decir, mi rechazo comienza cuando el personaje remite una y otra y otra vez a otros libros suyos. Me pregunté en la enésima repetición: ¿cuánta gente irá a buscar el libro en el estante, si ya lo tiene, o en la librería para comprarlo? No lo sé, ni sirve saberlo. No a mí. Pero me parece una actitud en extremo pedante que alguien se abstenga de explicarte lo que ya escribió dos, cuatro, diez años atrás y te mande a investigarlo. ¿Perdería mucho tiempo el tío si nos resume sus planteamientos? No lo sé tampoco. En todo caso, por lo menos a mí me gusta leer un libro escrito para ser leído y no para granjearse la admiración del público, o para que los lectores vayan a buscar las ideas que le ayuden a completar la pieza que falta en el armado.
Esta clase de petulancia, con nivel III en el SNI, o todas las membresías internacionales que quiera, no me la den por buena. Como decíamos en mi pueblo: ¡paso! Que en este caso significa: cierro el libro y que lo lea la buena madre que parió al autor.