Antes de leerme, entiéndase lo siguiente: mis hijos son perfectamente normales. No son los más guapos o inteligentes, ni los más simpáticos o chispeantes. No los juzgo así. Son como todos: felices casi siempre, enojones en algunos momentos, prefieren el juego a la escuela; son amorosos y después de un llanto, cambian a sonrisas sin complicaciones.
Dicho eso, puedo continuar.
Estas vacaciones confirmé lo que ya sabía pero no había visto tan claro, aunque me rondaba la cabeza y estaba alojado por allí. Los niños no son adultos chiquitos, no son proyectos de persona, son personas, sin adjetivos. Si me dicen: en proceso de desarrollo, diré que todos estamos en proceso de desarrollo, porque estamos vivos, así se tengan 90 años, siempre somos inconclusos.
Lo entendí con meridiana contundencia mientras jugaban a corretearse. Leí un libro y me paré de pronto (me paré de la lectura y me puse en pie) para certificar lo que me caía como un rayo en la cabeza.
Me parece tan importante esa confirmación, que probablemente a la mayoría resulte obviedad. No lo fue para mí. No lo es. Si nosotros aceptamos a un niño, a un anciano como es, no pasaremos la vida (lo que nos toque a su lado) corrigiéndolo o amonestándolo, enfadándolo y enfadándonos con ellos.
Creo que nunca como ahora he tenido que gritar menos cuando su voces alborozadas me rompen la paciencia y desconcentran. Nunca como ahora me salió una sonrisa profunda y tranquila cuando su natural torpeza (como la mía) provoca un desaguisado, como me sucede a mí, a cualquiera.
Vivir así es excepcional, no hay duda. La razón es simple, es milenaria, creo: aprender a aceptarse, aceptar a los otros. Y vivir, y disfrutarlos.