Solo una vez, hace muchos años, entré al Colegio Inglés. No lo conozco. Nunca hablé con la directora, no tengo entre sus principales colaboradores a algún amigo. Ignoro los pormenores (y los pormayores) del asunto que los tiene postrados. He escuchado en estos años opiniones sobre su servicio educativo, la mayor parte buenas, otras no tanto, como sucede con cada escuela, pero sobre eso no caben los juicios con sustento para hacerlos públicos.
Esta tarde, después de volver de la Universidad, vi un video de la diligencia de desalojo transmitido por un medio digital local. Ignoro qué harán los operadores del Colegio. Las cuestiones legales no son de mi interés, pero mi preocupación tiene un foco colectivo: las decenas de profesores que ahí laboran, desde preescolar hasta el bachillerato. Los trabajadores, en general.
Me preocupan todos ellos, entre los cuales, estoy seguro, habrá algún egresado de nuestra facultad. Cada uno de los maestros y maestras que allí laboraban me inquietan, su suerte personal y su fuente de trabajo. El Colegio tendrá unos 20 años, así que habrá trabajadores con esa antigüedad que habrán dejado parte de su vida entre sus aulas y oficinas, para quedarse, de la noche a la mañana, sin un lugar donde cumplir su tarea profesional.
Una segunda preocupación me ronda. La insolidaridad de los otros colegios privados, su falta de sensibilidad. Salvo que las pruebas del delito sean contundentes, podrían haberse externado muestras de apoyo para exigir justicia y reparación de presuntas irregularidades. Un poquito de alivio frente a la desgracia. Probablemente hubo alguna, y pido perdón. Si no es así, lamento que la competencia por el “mercado” gane de nuevo la partida.