Alguna de estas noches vi una película que me dejó gratísimas sensaciones: El niño que domó el viento, opera prima de Chiwetel Ejiofor, el actor de 12 años de esclavitud.
Casi dos horas de una historia que transcurre entre el hambre, la pobreza y la desolación de un país, Malaui, sacudido por la violencia política y su condición geográfica, expuesto a inundaciones o sequías.
Llegué por accidente, zapeando entre algún viejo partido de fútbol que valiera la pena o una película. El anuncio de la peli me convenció. Las primeras escenas retratan escenarios naturales de pobreza y una historia que se hilvanaría con esos retazos. La música, los colores y naturalidad de las actuaciones me atraparon desde el principio.
No haré reseña, que no es mi oficio, ni contaré el final.
La historia es bella y ocurrió realmente, como se consigna en el libro escrito por el personaje principal, un niño de 13 años.
Película interesante para analizar en clases con estudiantes de educación o maestros, porque junto al hambre y la curiosidad del pequeño William Kamkwamba, fue expulsado de la escuela cuando la familia no tenía dinero para pagar las cuotas y por su cuenta, leyendo en la desvencijada biblioteca de la escuela, a hurtadillas, consiguió su propósito.
¿Cómo calificar la actuación del director, despiadado a la hora de aplicar las reglas y no permitir que nadie ingrese a la escuela sin haber pagado? ¿Cómo juzgar el papel de los maestros? ¿Profesores pobres castigando a estudiantes y familias pobres? ¿Qué significa la escuela en un contexto de absoluta pobreza? ¿Es éticamente aceptable que si tienes dinero puedes ser educado, y si no tienes, te espera la miseria? ¿Y el derecho a la educación de los más pobres, de todos? En fin, un montón de preguntas propicias para discutir en un salón de clases.