Hoy recibí uno de los más grandes elogios en mis muchos años de carrera docente. No estoy acostumbrado, no los espero ni los busco. Vivo la docencia de otra forma. A ver si me doy a entender.
En estos días en que pasamos las horas en casa, cuando mi hijo, diez años, me ve que calzo zapatos y uso perfume pregunta: ¿a dónde vas, papá? Su cara asoma duda y preocupación. Tengo clase, tengo una conferencia… es la respuesta usual. Entonces vuelve, con ironía inocente, creo: ¿y para qué el perfume, si no te van a oler?
Es verdad. No me visto ni calzo o perfumo para los estudiantes o un auditorio. Es por respeto a un oficio que me lo merece. Así voy a cada clase o conferencia en Zoom o Meet. No es para ganarme aplausos. Es un oficio, una vocación, un trabajo trascendente. Eso me lo creo. No es el perfume ni los zapatos. Es la seriedad profesional de cada encuentro.
Hoy, al terminar la clase inicial de un curso doctoral, recibí uno de los más lindos elogios que recuerdo. Pregunté, antes de despedirnos, si el grupo tenía alguna duda, pregunta, comentario, sugerencia. Insistí. ¿Algún reclamo? Vinieron dos o tres comentarios. Luego, un reclamo, dijo la estudiante. Adelante, dije, con cierto temor: ¿por qué la clase es tan corta, por qué sólo dos horas? Dijo. Tragué saliva y traté de olvidarlo, pero no pude, aquí estoy, contándolo.