Una de mis líneas favoritas de lectura es la biografía o autobiografía. A veces la intersecto con la pedagogía, pero con frecuencia corre por su cuenta, sin más objetivo que el placer y aprendizaje libre.
En la cuarentena tomé un libro que deseaba tiempo atrás: Leonardo de Vinci. La biografía de Walter Isaacson. Hay otras biografías de Leonardo, y no sé si es la mejor, pero Isaacson me parece un estupendo biógrafo (leí también la suya sobre Steve Jobs y seguiré con la de Einstein), que suma rigor analítico y escritura amena.
En la monumental obra se retratan las muchas y muy variadas facetas del genio del Renacimiento italiano, sin esconder los hábitos desordenados en cuanto a la pintura y la escultura, que nos impidieron conocer obras que habrían tenido, probablemente, más trascendencia y belleza que La última cena, Leda y el cisne o La Gioconda.
Ayer, por azares de la agenda laboral, coincidió mi lectura del pasaje de La última cena con la Semana Santa. Fue al mediodía, cuando abro un espacio en el trabajo para la Universidad, cierro la computadora y cojo libros de otros temas.
La descripción de Isaacson sobre la hechura y representación del momento recreado en la obra es el punto culminante del libro, por lo menos para mí, hasta las 800 páginas que llevo en formato electrónico. Después de esa, siguió la historia de Leda y el cisne, sus desencuentros con el otro genio florentino, Miguel Ángel, y la exploración de la faceta científica e ingenieril de Leonardo.
Por muchas cosas habré de recordar esta época aciaga. Y algún día diré, creo, que por la lectura de este libro magnífico y ese pasaje.