No hay forma más bella de la autoridad que el ejemplo, recité a los estudiantes del curso “Gestión y administración de la educación superior” en la Facultad de Pedagogía. Me miraban como casi siempre: atentos e interesados. Luego volví a citar a Miguel Ángel Santos Guerra para reafirmar el valor de su idea. Con un comentario más terminé la clase y les agradecí la complicidad.
Me gustaría que ideas como esas se quedaran rebullendo en la cabeza del grupo de jóvenes con quienes tengo la alegría de coincidir cinco horas a la semana. Que las repasaran mentalmente, o en pequeños grupos, en parejas, y discutieran la enorme verdad que encierra la invitación a hacer del ejemplo el ejercicio más poderoso y convincente de la autoridad, para aplicarlas en su casa, en su relación con otros, en su futuro como profesores o directores.
En este tramo del curso elegí “Las feromonas de la manzana”, de Santos Guerra, para reflexionar con los estudiantes sobre el diagnóstico que están realizando y sus experiencias como universitarios y previamente. Es un texto estupendo que suma a la profundidad, la clara y precisa narrativa, enriquecida por la fructífera experiencia del autor.
En educación no existen las balas de plata, escuché decir alguna vez a otro educador extraordinario, Juan Carlos Tedesco. Y la idea de Santos Guerra tampoco es una solución mágica. No hay soluciones fáciles ni únicas para resolver los problemas complejos de las escuelas y los sistemas educativos, pero hay principios e imperativos insoslayables.
El ejercicio de la autoridad del profesor en el salón de clase, o del director en el centro son pieza clave en el engranaje que hace funcionar o derrumbarse el sistema educativo. En México la formación de directores es un tema precario, irresuelto, porque la formación para los directores es escasa; porque el sentido de la dirección no siempre se orienta rumbo al progreso o las prácticas constructivas; porque los colectivos tienen prácticas y culturas que no se desmontan sin un buen diagnóstico y estrategias atingentes.El director no es el personaje principal de la escuela, no es quien lo sabe todo, ni quien toma todas las decisiones amparado en sus criterios; menos, quien empuja todos los proyectos y va a la cabeza siempre.
A lo largo de su libro Santos Guerra introduce una distinción cardinal entre poder y autoridad. El poder puede llegar con un nombramiento, con un cargo en la jerarquía del sistema escolar; la autoridad, en cambio, se construye, se conquista. Autoridad, dice nuestro estimado profesor español, etimológicamente significa “hacer crecer a los otros”. El buen director no es quien tiene más poder, sino quien hace crecer más a su equipo docente, a todo el personal del centro, quien les permite desarrollarse plenamente y construye condiciones para que cada uno cumpla su función; y la escuela, la misión correspondiente.
No hay forma más bella de la autoridad que el ejemplo. Es una idea extraordinaria. Ojalá lo incorporen los estudiantes que aprenden conmigo (y me enseñan también). Ojalá lo practicaran todos aquellos que piensan que su cargo ya les incluye la capacidad y sensibilidad para dirigir a un colectivo, y no solo a sí mismo en sus intereses individuales, a veces lejanos de la tarea pedagógica.