Todas las reformas educativas tienen destino común: la muerte; o como se la llame, si apelamos a la cortesía idiomática y política (extinción, abrogación, disolución, liquidación…). Unas reformas morirán por caducidad, otras por vías distintas, con decisiones de autoridad o autoritarismos; algunas, de inanición, condenadas por futilidad o esterilidad.
La lección la extraje de la realidad, no de libros; la filtré en la experiencia durante los años de gestión educativa. No se gestó al amparo de un marco teórico, ni en un sofisticado aparato crítico, sino en la tarea cotidiana de la gestión con personas. Luego, las lecturas, la docencia y un diplomado en la materia la afinaron.
Entre 1997 y 2004 emprendimos la reforma de los bachilleratos de la Universidad de Colima. Con enorme entusiasmo del equipo coordinador y un trabajo que promovía la participación, y la conseguía casi siempre, avanzamos en los ejes trazados para el proyecto. Pronto vimos resultados, no solo en indicadores, sino en otros procesos, intangibles pero que a la larga producen lo que genuinamente es relevante y reditúa cuentas estimulantes.
No pudimos concretar todas las estrategias. El cálculo con todo el rigor que disponíamos nos previno de fallas inminentes o probables, y optamos por retirada hasta tiempos mejores. Algunos no llegaron y no vieron la luz proyectos en ciernes, pero lo hecho dejó impronta; juzgarla ya no me corresponde.
En algún momento de aquella experiencia formidable me percate de que nuestra reforma no era para siempre. Las reformas no pueden ser eternas, porque sus estrategias, una vez instaladas, deben ser revisadas y reorientadas, fortalecidas, corregidas o suprimidas. Una reforma no es inmutable, debe ser insumo para otros procesos de transformación o cambio, porque logró su cometido o fue ineficaz y entonces debe ser examinada a fondo.
Todas las reformas están condenadas a la extinción. La gran diferencia es quién y cómo le coloca el epitafio, qué problemas esbozó y cuánto pudo avanzar para resolverlos, qué resultados produjo y cuáles prácticas nuevas instaló. Ese balance, necesariamente reflexivo, obligadamente crítico y participativo, es el que debe anticipar la nueva etapa del sistema o centro escolar.
Las buenas reformas, como las malas, no son para siempre. El certificado de su defunción es indispensable para augurar horizontes. Conviene recordar siempre que los buenos diagnósticos no garantizan la solución de los problemas, pero los malos o inexistentes, menos, o solo por azar y en episodios fugaces.