El fin de semana abrí El llano en llamas, muchos años después de la lectura anterior. Buscaba un libro para entretenerme y distraerme de las lecturas más pesadas, las que deben hacerse en una mesa, con hojas y pluma a la mano para tomar notas o subrayar. Así se me fue el domingo, prácticamente sin parar en las horas de descanso.
Lunes y martes, con menos tiempo por actividades laborales, apenas pude hojearlo. Esta mañana terminé la historia de Anacleto Morones y Lucas Lucatero.
No sé si es un fallo de mi memoria, pero creo que lo disfruté más que nunca, con su crudeza tan familiar a mis años de infancia, porque mientras leía los 17 cuentos escuchaba las palabras y giros en la voz de muchos viejos de mi pueblo.
Esta lectura fue, entonces, una vuelta deliciosa a aquellos años donde la vida era más simple y, en muchos sentidos, más disfrutable; sin otras complicaciones que las derivadas de nuestros errores, cuando vivir era un verbo que se conjugaba en las calles, en la cancha de fútbol, o en los potreros y arroyos, más cerca de la naturaleza y lejos de las pantallas.