Apenas dejar mi mochila en el restaurante, la necesidad me enfiló al baño. Le propuse a Juan Carlos que me acompañara para lavarse las manos. Sin retruécanos, se paró y caminó a mi lado.
Entramos y fui al área de urgencias menores. Él se quedó en los lavabos y empezó cauteloso, mirando a un lado y otro, buscando las llaves de agua y jabón. Lo miré de reojo. Su pelo largo se movía cuando ejecutaba la operación sanitaria. Salí de lo mío y fui a lavarme las manos. Él seguía en lo suyo. Terminé y me puse a su lado. Seguimos los dos, él con lentitud, yo con hambre. Dejé que la llave se apagara y fui por las toallas de papel. Él continuaba. Sin pensarlo le dije: me gusta como lavas tus manos. Giró levemente su cabeza y sin inmutarse confesó: sólo veo las instrucciones para lavarse las manos. Mientras, su cabeza me invitaba a ver el cartel pegado en la pared, junto al espejo.
Fue una de las lecciones más vívidas de la pandemia. Una lección infantil que los adultos científicos consideran indispensable, pero el resto no atendemos.