Muchas veces repetí que la escritura es terapéutica. La mayor parte de ellas, a mí mismo. Menos veces afirmo que la lectura también tiene ese efecto. Hoy lo probé y puedo constatarlo una vez más.
Entre el cansancio de una semana intensa, dedicado a calificar trabajos escolares, la revisión de cientos de páginas de tesis y varias horas de reuniones, el domingo me encontró exhausto física y mentalmente.
De pronto, a las 12:30 h., la pantalla de la computadora reflejó una imagen de agotamiento. El agotado era yo. La revelación me angustió. ¿Qué hago aquí?
Tropecé en un bache y luego caí en un pozo semidepresivo. Puse una hora para terminar lo inmediato y pasar a otra actividad, lejos de obligaciones.
El timbre de WhatsApp me despertó. El mensaje de una colega muy apreciada, con sus opiniones generosas sobre mi libro nuevo, despertó otras emociones.
Leí y sentí. Leí y sonreí. Leí y agradecí. Volví los ojos al sol que iluminaba la pared del fondo de casa. El calor del mediodía me incomodó; estaba vivo de nuevo.