Tengo vivo en la memoria el recuerdo de su primer día como estudiante. Una imagen impresa de aquel momento, minutos antes de subir al auto rumbo al preescolar, lo refuerza. La foto y el recuerdo conservan color. Nada cambió. O sí: el amor aumentó con su tamaño.
¡Pasaron nueve años casi sin darnos cuenta!
Juan Carlos recorrió como rayo sus tres años en preescolar. Llegó la primaria. Pasaron seis primaveras. Con la conclusión rememoro muchos de sus momentos: el sufrimiento de los exámenes, las tareas odiosas, la mochila asfixiada de libros; pero también gratos: disfraces en la semana del Día del Niño, juegos deportivos, momentos en la escuela, en actividades artísticas… su sonrisa a la salida de la jornada, pese al cansancio.
Apenas me detengo un instante en su historia se desgranan imágenes. La fragilidad aumenta; la sensibilidad desborda.
Esta semana se despidió de la escuela primaria. Las clases terminaron. Un viaje de fin de ciclo es el premio. Lo disfrutó y volvió. Cuando bajó del autobús en la madrugada, cubrebocas y gorra que apenas dejaban ver sus ojos y el pelo, me regresaron un hijo más grande; así lo vi. Más maduro, menos frágil. Feliz. Cada vez más un joven, cada día menos niño.
¡Adiós a la primaria!
Cuando salía del colegio, desde la calle tomé tres fotos de sus pasos finales con un pensamiento suplicante: verlo feliz siempre, y aunque lleguen las adversidades, que no tardan, le sobre fortaleza para levantarse cuando sea necesario.