Cada mañana disfruto más las caminatas. Antes he escrito que rehuyo los gimnasios y me aburre dar vueltas en una pista atlética. En Córdoba, Argentina, descubrí el gusto de caminar en las calles, paseando sitios con alguna tranquilidad en el tráfico; desde entonces abandoné la unidad deportiva y prefiero inventarme rutas para evitar el tedio. No puedo decir que soy corredor ni cerca; obligado a definirme, diría: deambulante.
En las últimas semanas solo la lluvia o el polvo, un compromiso temprano o circunstancia extraordinaria me alejaron de las calles. Resulta un ejercicio con tanta utilidad para el cuerpo como para ordenar ideas, prioridades y repasar compromisos, evaluar actuaciones personales y no pocas veces encontrar alguna luz.
A las bondades descritas he sumado otras. Me gusta ver gente y cosas mientras camino. Entre las cosas, mucha basura, deterioros materiales, abundancia de descuidos, zonas feas de la ciudad. No es que eso me guste; es que descubriéndolo encuentro las muchas falencias que tenemos en la cultura, en los hábitos. Es verdad que los gobiernos no hacen toda su tarea, o hacen muy poquita, pero es tan verdad, o mayor, que las personas poco cumplimos en los renglones donde nos toca firmar. Ambos salimos debiendo.
Los rostros de mucha gente se me vuelven familiares de a poco. Las mujeres de la tortillería hablando siempre casi a gritos por la música que les alegra y los ruidos de las máquinas; el hombre que barré afuera de sus oficinas con flojera y tirando hacia los vecinos; los vendedores de tacos que amontonan las hojas de los árboles en la puerta del negocio, la señora de los tacos en el jardincito que ya se apresta a colocar las viandas, el hombre que casi a diario lava sus autos con un afecto inverosímil, los hombres que esperan en grupos a que lleguen a contratarlos, un tramo que siempre me revuelve las entrañas al imaginar esa forma de vida, frágilmente sujeta a la suerte. Así, podría desfilar más personajes que cada mañana encuentro a mi paso.
Con regularidad, tal vez por la ternura de la mañana, encuentro un gesto conmovedor. Una madre con su hijo síndrome de Down que, juguetón, le provoca risas sin pudores mientras le acaricia la cara y se recuesta en ella; al paso, no puedo dejar de sonreírles mientras él me saluda afectuoso, como buenos amigos.
También son frecuentes los hombres grandes montados en viejas bicicletas, camino al trabajo, a juzgar por indumentaria y la mochila en las espaldas, o una herramienta colgante. Tenía razón Facundo Cabral, me digo: las iglesias se preocupan por los pobres, aunque no hacen mucho en esta vida, mientras que los gobiernos, preocupados por los ricos, normalmente cumplen.
Así se me van las mañanas, muchas mañanas. A veces no queda alternativa y salgo por las tardes, pero muere la claridad y me nace el temor a recorrer las mismas calles en la soledad de algunos parajes.
Disfruto mucho. Y más cuando me doy cuenta que la alegría, unos instantes de goce, están a la vuelta de cualquier esquina, en la acera que caminas o por la del frente, en el saludo amistoso de quien, sin conocerte, se resiste a negar presencia al prójimo, detalles invalorables para los cuales solo basta tener abiertos los ojos un poquito.