He tenido una dura jornada laboral, desde las 8 y hasta ahora, que llego a casa. Cansado, sí; un poco aburrido, también. Sin haber comido todavía. Puesto a confesar liviandades: decepcionado. Me habría gustado que Italia ganara la partida a los alemanes, un poco prepotentes en la cancha, aunque menos que su economía.
Mientras pienso qué comeré, y no encuentro respuesta ni fuerzas, una imagen me bulle en la cabeza. Las palabras de una buena amiga revolotean, dolidas, enojadas, tristes, deprimidas, decepcionadas. Su mundo, también mío de alguna forma, no es el que quisiéramos. Pero cayó en ese pequeño bache en el que los humanos comemos la manzana del pecado de la desesperanza. Y allí está sumida. Me escribe y la leo en la noche. La releo en la madrugada, al amparo de la oscuridad. Casi me salta una lágrima,
Conocí ese mundo oscuro y frío, me convulsionó, casi me mató, pero sobreviví.
Quisiera escribirle para ayudarla, pero no puedo, no tengo un bálsamo; lo peor, no existe. Pienso que es mejor no decir nada que suene falso, simplón, irresponsable. Dejo la respuesta para otro momento.
Entre las sombras de la alacena encuentro la respuesta. Esta. Que no lo es. No es una contestación. Porque no la tengo, ni soy un hombro para llorar.
Solo pude decirle: aguanta, aguanta siempre y sigue caminando siempre, siempre siempre. Seguí: tus hijos, los míos, nuestros nietos habrán de ver otro mundo mejor. Y si no lo ven, habremos cumplido la obligación si somos capaces de contagiarles el entusiasmo y la rabia para que intenten cambiar el suyo.
Las lagrimas suelen ser el abono más fértil para parir nuevos sueños.