Se preguntó alguna vez: ¿cuándo escribí la última carta de amor? Sí, una carta en papel, hecha a mano, de esas que se emborronaban con emoción y luego se ponían en un sobre para hacerlo llegar, vía correo postal o amigos comunes, a la amada real o futura. O amado, en su defecto.
Los más jóvenes, si alguno me lee, difícilmente habrán conocido o experimentado esa maravillosa sensación. Ahora la cosa es más vertiginosa, no hay papel, todo es más fugaz y, me temo, menos placentero en los prolegómenos de las relaciones. Pero es pura hipótesis sin envidia. Una indescifrable joven colega, asidua a las cartas, me pregunta contundente: ¿y para qué se van a escribir cartas de amor, si todo el tiempo estamos conectados?
Las cartas de amor, conversaba hace días con una admirada amiga, son cosa del pasado, en definitiva. Tristemente. El mundo cambió, y sin pretender vueltas nostálgicas, perdió muchos de los encantos de épocas lejanas, como las que viví en mi pueblo: cartas iban, cartas de regreso; largo noviazgo para que las manos pudieran tocar partes más allá de lo visible, si había suerte, y otras costumbres rancias que contemporáneos tímidos entenderán.
Y cómo no enamorar con cartas bellamente escritas, como las de Cyrano de Bergerac:
Después de esto no temáis que se os escape un prisionero que ya ha sido atrapado por los brazos y el corazón.
O desquitarse con elegancia por un amor frustrado, como arranca una misiva el mismo Cyrano:
¿Estoy aún condenado a llorar mucho más tiempo?
Las cartas son un género literario y no soy quién para disertar largamente sobre el tema. Cierro con un poema de Miguel Hernández que luego musicalizó Joan Manuel Serrat. Aquí, fragmentos:
El palomar de las cartas
abre su imposible vuelo
desde las trémulas mesas
donde se apoya el recuerdo,
la gravedad de la ausencia,
el corazón, el silencio.
Cartas, relaciones, cartas:
tarjetas postales, sueños,
fragmentos de la ternura,
proyectados en el cielo,
lanzados de sangre a sangre
y de deseo a deseo.
Aunque bajo la tierra mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra que yo te escribiré.
En un rincón enmudecen
cartas viejas, sobres viejos,
con el color de la edad
sobre la escritura puesto.
Allí perecen las cartas
llenas de estremecimientos.
Allí agoniza la tinta
y desfallecen los pliegos,
y el papel se agujerea
como un breve cementerio
de las pasiones de antes,
de los amores de luego.
Cuando te voy a escribir
se emocionan los tinteros:
los negros tinteros fríos
se ponen rojos y trémulos,
y un claro calor humano
sube desde el fondo negro.
Cuando te voy a escribir,
te van a escribir mis huesos:
te escribo con la imborrable
tinta de mi sentimiento.
Allá va mi carta cálida,
paloma forjada al fuego,
con las dos alas plegadas
y la dirección en medio.
Ave que sólo persigue,
para nido y aire y cielo,
carne, manos, ojos tuyos,
y el espacio de tu aliento.
Y te quedarás desnuda
dentro de tus sentimientos,
sin ropa, para sentirla
del todo contra tu pecho.
Aunque bajo la tierra mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra que yo te escribiré.
Ayer se quedó una carta
abandonada y sin dueño,
volando sobre los ojos
de alguien que perdió su cuerpo.
Cartas que se quedan vivas
hablando para los muertos:
papel anhelante, humano,
sin ojos que puedan serlo.
Mientras los colmillos crecen,
cada vez más cerca siento
la leve voz de tu carta
igual que un clamor inmenso.
La recibiré dormido,
si no es posible despierto.
Y mis heridas serán
los derramados tinteros,
las bocas estremecidas
de rememorar tus besos,
y con su inaudita voz
han de repetir: te quiero.