Hay que tener cuidado con los niños, escribió José Saramago en su Cuaderno del viajero. Lo releo siempre, y nunca me impacta menos, ni me deja indemne. Es una verdad como el sol: enorme, brillante.
Los niños nos colocan en situaciones inesperadas, a veces imposibles de resistir para el dolor o la alegría desbordadas. También nos regalan la palabra precisa para detener nuestro mundo interior. Eso me sucedió hace unos días. Lo cuento breve.
Estaba escribiendo en la computadora, solo. A lo lejos escuchaba la televisión y nada más. De pronto, unos pasitos llegaron a mi lado: papá, me das agua. Claro hijo, le respondí.
Oculté la cara para que no viera una lágrima, después de que un ramalazo había revivido el recuerdo de la ausencia de mi madre.
Se dio cuenta y, discreto, me siguió a la cocina. Le serví agua y quise darle la espalda. Fue imposible escapar a su mira telescópica.
Papá, estás triste. Tienes los ojos como llorosos. Su expresión se solidarizó conmigo de forma indescriptible.
Sí, un poco hijo. Completé: me acordé de mi mamá.
Su mirada tornó vidriosa, casi a punto de llorar. Me abrazó las piernas y me dijo: podrías ir a visitarla a su tumba.
Ya no pude verle la cara. Lo abracé para no seguir y di la espalda. Él, a sus Legos; yo a estas teclas, buscando un bálsamo.
margarita
Dios lo bendiga.
Sil
Difícil contener el llanto ante la inocente sugerencia de Juan Carlitos ¿Cómo explicarle que no es suficiente ir a su tumba?
Saludos mi estimado.