A Elizabeth Romero Santana la conocí en los pasillos de la Facultad de Pedagogía. Conservo gratos recuerdos: atenta, respetuosa, diligente en sus labores, inteligente. Siempre alegre, de risa fácil y con su pelo en rizos bien cuidados. Ambas características persisten, con la madurez de una respetable trayectoria profesional en la docencia.
Egresó, se fue de la facultad y por años no supe nada.
El tiempo nos colocó en el mismo camino por un par de meses en 2019. Me contó que estuvo en varias escuelas y proyectos en la Secretaría de Educación estatal, hasta que logró regresar a su Comala querida. En la Escuela Vicente Guerrero, en El Remate, tuve oportunidad de observarla trabajar y conversamos largo sobre su manera de concebir y practicar la docencia.
Es generosa y sincera. Nuestros diálogos alimentaron el capítulo de un libro no publicado todavía, en el cual me propuse encontrar las prácticas extraordinarias en escuelas ordinarias, con pocos alumnos, de comunidades pequeñitas.
En esa experiencia enriquecedora aprendí mucho a partir de una visión clara y comprometida. Su pedagogía la resumió en parte en una frase que titula aquel capítulo: “En esta escuela nunca decimos que no se puede”. Sobran palabras.
El año pasado Bety me halagó invitándome a la mesa de honor en el fin de cursos de su escuela, ahora en Rancho de Agosto, pues la de El Remate cerró por falta de alumnos. Asistí a la ceremonia y premiación de los estudiantes. Los resultados fueron extraordinarios. Laura y yo pasamos una mañana espléndida con su hospitalidad, la de su supervisora y otras personas ligadas a la escuela, entre ellas, las mamás de los niños.
De nuevo, este año me invitó a la ceremonia del fin de cursos, pero antes, me confesó más que emocionada su alegría desbordada: de los seis niños colimenses ganadores en la Olimpiada del Conocimiento Infantil, dos de ellos, son de su escuela, de ella. ¡Dos de seis! Lo vi en el reporte, no me lo contó. Ninguna escuela de Colima, ni siquiera las privadas, tuvieron esa medalla.
Ignoro los resultados del país, pero es probable que haya sido una de las muy pocas maestras que tuvieron a dos alumnos entre los mejores de los mejores en esa competencia. Kevin y Carlos, se llaman. Felicidades a ellos, a sus familias.
Me emocioné también con la noticia y le prometí que asistiría el 10 de julio. No pude por motivos de salud, pero me habría encantado volver a su comunidad y celebrar el orgullo de Bety, ejemplo de maestra formada en la Universidad de Colima, sobre todo, de compromiso genuino y amor a su oficio.
¡Muchas felicidades, admirada Bety!
¡Muchos años más de generosidad en la formación de otros cientos niños y niñas!