Entre los atributos principales de los niños no destaca la paciencia. La etapa infantil se caracteriza por muchos otros, pero he descubierto, recientemente, que los niños suelen tener una paciencia a prueba de la terrible enfermedad del tiempo, que consume a los adultos y les hace creer que el implacable reloj debe dictar el ritmo de la vida y ellos seguirlo ciegamente.
Juan Carlos, mi hijo, me enseñó esta lección. Él, con seis años, es un niño normal, quiero decir, tiene dos ojos, una nariz, una boca, dos orejas, una inteligencia como los de su edad; y se diferencia de nosotros en convenciones en las que salimos perdiendo los adultos. Explico con dos ejemplos. Cuando no entiende, sin dudarlo lo confiesa y pregunta: ¿qué es eso, o aquello? Si la respuesta no es clara o convincente, repite el cuestionamiento. Cuando puede, léase casi siempre, sonríe con grados variables de sonoridad, a veces sin consciencia de los lugares silenciosos o inapropiados.
Pues con él descubrí ese atributo de la paciencia infantil. Ahora que aprendió pasa una hora, dos horas silbando una canción, la misma, sin variaciones. Estos días se le oye por toda la casa o en el auto con la canción de la guerra de las galaxias. Su música se escucha por todas partes y, confieso, después de diez minutos es cansado, pero él no se percata. Y sin parar de silbarla, juega con sus pequeñas piezas de lego en la mesita de plástico verde y bancas azules, en la cama, en el sillón de la sala. Arma, desarma, rearma, inventa, voltea, experimenta, descubre. No para de silbar, hasta que Mariana, un poco harta, le grita o reclama silencio. Él no escucha o ignora. Para mediar, le pregunto comedido: ¿hijo, no te enfadas de esa canción? Entonces me concede la gracia de existir, disculpa la interrupción, levanta la cabeza, entre los rulos que le caen en los ojos me dice, sin piedad y abundante inocencia: no. Y sigue en lo suyo, jugando y silbando la tarde completa.
¿Quién dijo que los niños no son pacientes?